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Por la caridad entra la peste. Y por la condescendencia con las anomalías, su contagio. Por eso, es suicida mirar para otro lado, desentendernos cuando se deterioran las libertades públicas y los derechos cívicos. Esa es la actitud preferida ante Silvio Berlusconi, mientras ha sido presidente del Consejo de Ministros de Italia por sus socios de la Unión Europea, anclados en el don’t ask don’t tell como si nada tuvieran que objetarle. Ese fue también el comportamiento de un izquierdista homologado por los defensores de los derechos civiles como nuestro José Luis Rodríguez Zapatero. Demostrada de modo palmario aquel 24 de septiembre de 2009 durante una rueda de prensa conjunta en la que il cavaliere arremetió contra Miguel Mora, el corresponsal del diario El País, sin más reacción de ZP que una sonrisa de cocodrilo. La utilización del poder como ventaja para sus negocios, la miserable colusión de intereses, la instrumentalización descarada de los medios públicos, en suma, la vergüenza, mantuvo a todos impasibles. El caso Berlusconi no tuvo el tratamiento ideado cuando se decidió parar los pies al austriaco Haider, uno de los primeros jinetes del apestoso populismo que empezaba a enseñorearse del panorama político.      
Sabemos que estas derivas amenazan más allá de las fronteras territoriales donde se han incubado, que deberíamos sentirnos interpelados por un populismo sin fronteras que o se combate o se contagia. A Bertolt Brecht se atribuye el llamamiento a reaccionar antes de que nos quedemos solos, indefensos. De evitar la actitud de aquel quien decía “primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista”. Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Luego vinieron por los sindicalistas y no dije nada porque yo no era sindicalista. Luego vinieron por los católicos y no dije nada porque yo era protestante. Luego vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada". Porque la impasibilidad viene a ser la antesala de la esclavitud. De ahí el encomio de nuestro poeta y dramaturgo a quienes reaccionan. Por eso sostenía que “hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida, esos son los indispensables”.

"A Bertolt Brecht se atribuye el llamamiento a reaccionar antes de que nos quedemos solos, indefensos. De evitar la actitud de aquel quien decía “primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista"

De entre ellos, en estos días acaba de dejarnos uno excepcional, Javier Pradera. Al despedirle, quienes fueron sus amigos han recordado el álbum de recuerdos que atesoran, de conversaciones esclarecedoras, de polémicas inteligentes, de lecturas contrastadas, de orientaciones valiosas, de fogonazos fulminantes, de estímulos a proyectos en estado dudoso o de aficiones futbolísticas, taurinas, fílmicas o teatrales compartidas. Pradera había construido de manera muy determinada su propia definición profesional, a partir de renuncias que hubo de improvisar cada vez que por exigencias del guión salía a superficie tras los sucesivos periodos de inmersión que le vinieron impuestos. Padeció persecución por la justicia, también la militar, pero jamás se exhibió sus llagas a lo Teresa Newman.  
Frente a tanto falsario especializado en engarzar nimiedades para publicarlas simulando una obra inexistente, Pradera había preferido darnos, envueltas en papel de periódico las entregas más valiosas, al modo en que lo hicieron algunos de los mejores del 98. Por eso sería urgente editar algunas recopilaciones que prestarían ayudas a la navegación básicas para quienes pretendan emprender la tarea de explicar la Transición y lo que ha venido después. Esperemos que además se articulen las memorias que deja incompletas. Serán reflejo del código de alta competición que se había impuesto, del que estaba excluida, como una impostura, la apropiación personal de los aciertos que implican colaboraciones muy numerosas. Como si desconfiara de las estatuas ecuestres y prefiriera los monumentos al soldado desconocido. El respeto que infundía Pradera se lo había ganado a cuerpo limpio, a base de desplegar ese talento y generosidad que le dotaban de magnetismo para conectar con los mejores.
Tenía diagnosticada una cierta intolerancia con los necios. Y facultades de sumiller para percibir la buena literatura y el ensayo de calidad, la historia o el derecho. Ajeno a cualquier pacto de envilecimiento con los poderosos del poder o del dinero, había definido su propio circuito y fijado con precisión cuál era para él la residencia del prestigio. Sus méritos carecían de la docilidad y de la sumisión que generan reconocimiento. Tampoco lo reclamaba, ni lo echaba de menos. Por eso nos ha dejado a los 77 años ligero de equipaje, desnudo de condecoraciones, sin generar vacante en Real Academia alguna donde son preferidos tantos indeseables infatuados e irrelevantes. Le bastaba pasear por la orilla del mar en la playa de Gerra para provocar el punto de ignición de sus meditaciones intelectuales, incitadoras a la vez de inquietudes y de sosiego.
Tenía activado de forma permanente el radar para la detección de la inteligencia, allí donde se manifestara. De forma que en cuanto quedaba registrado el descubrimiento en su pantalla mental se esforzaba por trabar conocimiento personal y apostar con generosidad y desinterés en su favor. Su entrega a la pasión del análisis político que, como toda pasión, hubiera podido conducirle a la  ceguera, a él le impulsaba por la senda de la lucidez. Porque, en vez de anestesiar sus facultades, las potenciaba. Eligió la media distancia de la columna, que elaboraba negándose a dar nada por sabido. Por eso, antes de escribir se procuraba la sentencia o el libro sobre los que había de pronunciarse y subrayaba cuidadoso cuanto hubiera impactado a su particular sensibilidad. Dialéctico temible, combatía sin más armas que las de su abrumadora formación cultural, sedimento de interminables lecturas, que procedían de un espectro amplísimo de intereses. Añadía  el dominio de la sátira llevada en ocasiones hasta el borde del sarcasmo  y el recurso con habilidad magistral de la ironía.

"Frente a tanto falsario especializado en engarzar nimiedades para publicarlas simulando una obra inexistente, Pradera había preferido darnos, envueltas en papel de periódico las entregas más valiosas"

Pradera recibió el Premio Cerecedo en 1984, en su segunda edición. Tuvo consecuencias porque entonces trascendió, desbordando el círculo de enterados, que era la masa encefálica subyacente a los editoriales de El País que entonces constituían el monopolio de los juicios morales y eran de obligado cumplimiento. Veintisiete años después ese era el sonido que daba el elogio del Príncipe de Asturias al premiado de esta última edición, Miguel Mora, corresponsal como ya se ha dicho del diario “El País” en Roma. Le hacía entrega el pasado 2 de noviembre del premio “Francisco Cerecedo” de Periodismo y al hacerlo subrayaba la inteligencia y el coraje de Mora para acercarnos a la realidad italiana desde una perspectiva que había sabido conjugar afinidad emocional y distancia crítica. Enseguida el Príncipe atribuía a los medios la tarea de favorecer el encuentro con la realidad y ponderaba los méritos y ventajas de la profesionalidad del periodismo independiente, que configura la reputación de la prensa de calidad. Por eso su liderazgo de autoridad pese a que coseche cifras de audiencia inferiores respecto a los medios de la galaxia marconi: radio y televisión.
El premiado de este año, Mora, consumió un turno preocupado por el deterioro de la calidad de la prensa que se deja sentir también en la democracia. Se refirió a la velocidad y multiplicación de los accesos a las noticias, indistinguibles para los ojos y oídos del común respecto del aluvión que las arrastra despojándolas de sentido. Definió el vértigo abismal de la nube que nos acompaña como en la travesía del desierto que hizo el pueblo elegido bajo el caudillaje de Moisés. Se acogió a una cita de su colega italiano Giancarlo Santalmassi para decir que la sociedad de la comunicación no coincide con la sociedad del conocimiento porque demasiadas noticias equivalen a ninguna y resulta imposible distinguir entre noticias verdaderas, supuestas y falsas y discriminar su importancia. Para Miguel Mora todo el despliegue de tabletas ultraplanas, ordenador de mesa y portátil, redes sociales, iphone y balckberry al que permanecemos conectados plantea el problema de cuándo informarnos de la realidad y hablar con las fuentes directas. El premiado hizo un llamamiento para evitar que cunda el pánico por el uso restrictivo del papel y redobló la apuesta por el periodismo  de calidad.    
En todo caso, como nos indicó Cavafis, honor a aquellos que en sus vidas
se dieron por tarea el defender Termópilas, en este caso el desfiladero que constituye el proceder diligente del periodismo de calidad, y mayor honor les corresponde cuando prevén (y muchos prevén) que Efialtes y los analistas de la bolsa han de aparecer al fin, y que finalmente los medos y otros tergiversadores pasarán. Atentos.

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