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Ciento cincuenta aniversario de la Ley Orgánica del Notariado

Un siglo después de su publicación, en mayo de 1962, López Palop se asombraba de que “en estos tiempos en que los cambios son tan veloces e inesperados” se pudiese encontrar algo “que llega a los cien años y tiene todavía la lozanía de nuestra Ley”. En la actualidad, cuando la potencia de legislación motorizada de hace medio siglo nos hace sonreír por comparación, resulta natural que el asombro ante semejante pervivencia se multiplique por un factor muy elevado.
Precisamente por eso, esta revista piensa que no es superfluo reflexionar sobre los motivos a los que responde tal longevidad, y a ello dedica parte importante de este número. Ese esfuerzo puede permitirnos, no sólo explicar el papel que ha jugado y sigue jugando el notariado en nuestra sociedad, sino también, por contraposición, algunas de las razones a las responde la abundancia actual de las leyes y su vertiginosa e incesante sustitución.

"El espíritu de la Ley demostraba una enorme confianza en la capacidad de la sociedad civil por salir adelante y resolver por si misma sus problemas; un genuino espíritu liberal en el más elevado sentido de la expresión"

Si algo caracteriza al notariado, es el haber sido un producto espontáneo de la propia sociedad. Su creación obedeció a la conveniencia de satisfacer dos necesidades muy próximas. Por un lado, un asesoramiento experto en Derecho que permitiese configurar con un mínimo rigor técnico los negocios jurídicos a través de los cuales se articulaba el tráfico jurídico. Por otro, una certeza oficial amparada por el poder público sobre ciertos extremos de esos negocios, tanto de fondo como de forma, que facilitasen su prueba en el tráfico y su ejecución en los tribunales. Esta invención, forjada en las ciudades del norte de Italia en un momento de renacimiento comercial al fin de la Alta Edad Media, ha probado durante siglos su eficacia y ha llegado hasta nosotros como un elemento básico de nuestro tejido social. Es por ello por lo que la Ley de 1862 –una ley elástica como le gustaba afirmar al citado López Palop- ha demostrado su perdurabilidad: porque se limitaba a purificar y reforzar una institución ya configurada socialmente, que había pasado con éxito el banco de pruebas de la Historia en lo que a su utilidad social se refiere, y que lo único que necesitaba era, respetando sus rasgos esenciales, una modernización y actualización para ajustarla a la nuevas necesidades que el siglo demandaba.
Un defecto de todos los sistemas políticos modernos, pero especialmente del español, es su obsesión por cambiar la realidad social a golpe de Boletín Oficial. Cada nueva deficiencia detectada, muchas veces a través de los medios de comunicación al albur de algún caso especialmente notorio o escandaloso, supone automáticamente una iniciativa normativa destinada a salirle al paso de manera inmediata. A ello contribuye la organización del sistema de incentivos que domina nuestro sistema político -agravado por la superabundancia de órganos legislativos y de centros de decisión e impulso normativo- que busca en la mera producción legislativa su justificación y su única medida del valor.

"En una época tan necesitad de confianza desde todo punto de vista, el prestigio institucional debe ser el pilar fundamental desde el cual recuperar la seguridad en si mismo que el país necesita"

Resulta comprensible, por tanto, que la precipitación y la falta de contacto con la realidad sean la tónica dominante. Como el producto resultante no encaja muchas veces ni con el sistema preexistente ni con la sociedad que tiene que recibirlo y asimilarlo, el consiguiente fracaso no hace más que mover aún con mayor fuerza la rueda generadora de nueva normativa inane, sin más fin que el de perturbar aún más la vida a nuestros operadores jurídicos. El número de normas en España, muchas de ellas descoordinadas entre sí, es colosal, y su crecimiento no tiene visos de moderarse. En está época de profunda crisis es la única producción nacional capaz de incrementar año tras año sus ratios de crecimiento.
Quizá por eso una de las enseñanzas que podemos extraer de la larga pervivencia de la Ley de 1862 derive de recordar el espíritu que dominó su promulgación. Identificar una necesidad real y permanente, estudiar en profundidad la realidad social, identificar las instituciones disponibles para cumplir ese cometido y, una vez hecho todo eso, perfeccionarlas y configurarlas adecuadamente con el objeto de que puedan atender lo mejor posible aquella necesidad, concediéndoles la mayor libertad posible para ello. Ese espíritu denota, en definitiva, una enorme confianza en la capacidad de la sociedad civil por salir adelante y resolver por si misma sus problemas; un genuino espíritu liberal en el más elevado sentido de la expresión. De ahí su calificación como flexible y eficaz, porque no pretendía más que dar un cauce ordenado a la propia dinámica social.

"Reformar para adaptar, pero sobre todo, para prestigiar, es una apuesta a favor de la confianza que necesariamente debe dar sus réditos en beneficio de todos"

Pero quizá el principal objetivo de la Ley consistió en prestigiar una institución, la notarial, que entonces atravesaba horas bajas. Con ello intentaba recuperar en ese momento tan necesario el acervo de confianza que históricamente le había caracterizado y que tanta utilidad había demostrado. Porque sólo si el notario era capaz de generar confianza a los ciudadanos estaría en condiciones a su vez de trasladarla al mercado. Ésta es, quizá, la lección más importante que hoy deberíamos extraer. El objetivo de prestigiar las instituciones de nuestro país se revela en la actualidad como absolutamente fundamental. En una época tan necesitad de confianza desde todo punto de vista, ya sea político o económico, el prestigio institucional debe ser el pilar fundamental desde el cual recuperar la dosis de seguridad en si mismo que el país necesita;  desde la Corona hasta nuestros órganos de control constitucional, desde nuestras asambleas legislativas hasta los partidos políticos, pero también más allá, incluyendo a las instituciones que operan diariamente en la vida social y contribuyen a su fortalecimiento.
Por eso, hoy en día, en un momento en el que la moderna ciencia económica ha demostrado la extraordinaria importancia del valor reputacional de las instituciones y de los agentes económicos como instrumento básico para generar eficiencia en el mercado, se corrobora una vez más el acierto de esa profunda intuición del legislador de hace un siglo y medio. Reformar para adaptar, pero sobre todo, para prestigiar, es una apuesta a favor de la confianza que necesariamente debe dar sus réditos en beneficio de todos.

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