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JOAQUÍN ESTEFANÍA
Periodista y economista. Fue director de EL PAÍS entre 1988 y 1993

El planeta ya no está inmerso en aquella crisis global de los años 2008 a 2010. Sus diferentes zonas geográficas están saliendo a distintas velocidades de la misma, aunque sin seguridad alguna de que no se vuelva a caer en los mismos problemas: no se ha hecho la autocrítica necesaria de los excesos. Primero, los países emergentes, después, EEUU y muy recientemente Japón (en el arranque del año actual). Sólo Europa, y dentro de Europa la eurozona continúa sumida en la recesión más larga. Los peores, los países del Sur (España, Italia, Grecia, Portugal). Si se sustituye la “I” de Irlanda por la “I” de Italia, se trata de los que despectivamente fueron denominados los países con el acróstico de PIGS.

"El planeta ya no está inmerso en aquella crisis global de los años 2008 a 2010. Sus diferentes zonas geográficas están saliendo a distintas velocidades de la misma, aunque sin seguridad alguna de que no se vuelva a caer en los mismos problemas"

Para la mayor parte de ellos el mes de mayo pasado ha supuesto un triste cumpleaños. Durante los primeros días de mayo del año 2010 se sembraron las bases de lo que luego ha ocurrido en buena parte de Europa: una crisis que no se puede calificar sólo de económica sino que posee aristas institucionales y políticas muy profundas. Tres fueron las decisiones más importantes tomadas entonces: la intervención de derecho en Grecia, la intervención de facto en España, y la creación del primer fondo de rescate europeo para países en dificultades. Desde entonces, Grecia ha soportado dos planes de ayuda con su correspondiente contrapartida en materia de austeridad (lo que le ha llevado a una profundísima recesión de larga duración), Portugal e Irlanda también fueron intervenidas y no levantan cabeza, el sistema financiero español fue rescatado, y Chipre también ha caído. Todo ello ha causado grandes “daños colaterales humanos” en forma de perdedores. El sociólogo Ulrich Beck escribe: “El problema no es la falta de un sentimiento europeo, sino el hecho de que hay al menos dos. Está el sentimiento positivo de esa mayoría que no quiere volver a echar de menos ninguna de las grandes libertades europeas. Y está, por otra parte, el sentimiento negativo, que a menudo albergan las mismas personas, de que allá lejos, en Bruselas, existe un  universo paralelo alejado de la propia vida”. En lo que se refiere a España, la noche del 9 al 10 de marzo de 2010 los ministros de Economía del Eurogrupo atornillaron al límite al Gobierno de Rodríguez Zapatero para que cambiase de política económica. En ese momento España tenía un déficit público del 11,2% y un paro del 20,15% de la población activa (4,6 millones de personas). Alguien ha escrito que lo más parecido al cerco sufrido por Zapatero entonces sucedió 19 años antes, cuando Francois Mitterrand, después de haber ganado las presidenciales francesas y en plena hegemonía socialista, fue obligado por los mercados a cambiar su política de izquierdas y de expansión de la demanda. Es lo que mucho tiempo después, en 2012, el presidente de Gobierno español, Mariano Rajoy, teorizó sin darse cuenta al declarar solemnemente en el Congreso de los Diputados: “Los españoles no podemos elegir, no tenemos esa libertad”. Todo ello ha creado un fuerte desapego de los ciudadanos respecto a la vida política y sus representantes. Lo indican todos los sondeos. Entre las causas de ello figuran las políticas que se toman en Bruselas, siempre en la misma dirección de ajustes y sacrificios, independientemente de las condiciones distintas de cada país (“austeridad es cuando matas al paciente”, declaraba el ministro de Economía francés, Pierre Moscovici); los procedimientos con las que se adoptan, opacos, con la participación de instituciones como la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, la célebre troika cuyas decisiones han servido para que los críticos la recalifiquen con el apelativo de catastroika; y líderes más tecnócratas que políticos (los Durao Barroso, Van Rompuy,…) que no han terminado de solucionar aquello que decía Kissinger: “Si tengo que llamar a Europa, ¿qué teléfono marco?”. Seguro que el de Merkel, una dirigente no comunitaria. A mediados del siglo pasado, el sociólogo Marshall definió el concepto de ciudadanía integral. Para ser ciudadano, dijo Marshall, hay que ser triplemente ciudadano: ciudadano civil (las libertades clásicas: expresión, reunión, pensamiento,…), ciudadano político (poder elegir a los representantes que solucionan los problemas comunes, públicos, y poder presentarse a unas elecciones) y ciudadano social o económico (tener unos estándares mínimos de vida y de protección por el mero hecho de ser persona. Así nació el Estado de Bienestar). Europa fue la parte del mundo que más se acercó a ese concepto de ciudadanía integral, pero con la crisis se está debilitando con rapidez: se rompe el pacto social que supone el welfare y se reduce la calidad de la democracia civil y política. Esta percepción es compartida de forma progresiva por más ciudadanos, hasta tal punto de que la vicepresidenta de la Comisión Europea, Viviane Reding, ha activado un plan para la ciudadanía común europea (empezando por el empleo, principal problema de la zona), ante la desconfianza en las instituciones que se manifiesta en primera instancia como una pérdida de confianza en lo político.

"Europa fue la parte del mundo que más se acercó al concepto de ciudadanía integral, pero con la crisis se está debilitando con rapidez: se rompe el pacto social que supone el welfare y se reduce la calidad de la democracia civil y política"

Todo ello se agudiza en España, uno de los países con más “daños colaterales humanos”. El presidente del Instituto de Empresa Familiar, José Manuel Entrecanales, decía hace unos días que la crisis ha destruido en nuestro país el 17% del tejido empresarial, que no utiliza al 27% de la población activa ni el 31% de su capacidad adquisitiva. En este contexto cobran mucha relevancia las elecciones al Parlamento Europeo que tendrán lugar dentro de un año. Quizá sea la primera vez en las que estaría muy justificado que las lecturas, las pasiones y las confrontaciones nacionales quedasen en un segundo plano y se abordasen esas contradicciones europeas que están haciendo que el superávit democrático que ha supuesto desde hace casi tres décadas que España perteneciese a la Unión Europea haya tornado en un déficit democrático, y los españoles califiquen a Europa como un problema y no como una solución.

 

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