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A VUELTAS CON LA LEY 24

Una de las creencias más íntimamente sentidas por la modernidad, pese a sus continuos desmentidos prácticos, es la de que la razón se abrirá paso por si sola, sin esfuerzo, por su mera formulación. Y siendo la Ley el instrumento que la razón escoge para la ordenación de la cosa pública, goza aquella por traslación del mismo prejuicio de suficiencia. De ahí esa certeza, tan especialmente querida para el político –en cuanto médium de la voluntad general– de que los problemas sociales se solucionan con leyes... y con nada más.
Si esto fuera así, apenas existirían problemas en España, porque leyes precisamente no faltan. Sin embargo, la indiscutible realidad de lo problemático, de lo ineficiente o –como se acostumbraba a decir antaño– de lo injusto, nos debería hacer reflexionar con mayor atención sobre esa espesa y resistente tela de intereses, creencias e inercias que constituyen la esencia de nuestra vida social.
Para ilustrar adecuadamente la tesis, podemos escoger –por ejemplo- dos leyes (Ley 24/2001 y Ley 24/2005)  cuyo mismo ordinal no puede ser una casualidad, por cuanto que ambas normas mandan u ordenan prácticamente lo mismo –una prestación más racional de la seguridad jurídica preventiva en beneficio de los ciudadanos– pese a que obedezcan a mayorías parlamentarias muy diferentes.

"El usuario que pretendía la inscripción de su escritura y frente al criterio negativo del registrador, obtenía una Resolución favorable de la DGRN, quedaba bajo la amenaza de que el subordinado recurriese la decisión de su superior y aplazase la decisión final y su ejecución"

Obviamente, no se debe ser tan injusto como para afirmar que las dos leyes son idénticas. No es así. Pero no cabe duda de que, en gran parte, la segunda viene a repetir los mandatos de la primera, casi al modo en que el padre irritado repite con otras palabras su orden al niño desobediente.
Veamos, en primer lugar, el caso de la calificación notarial de los poderes.  El artículo 98 de la Ley 24/2001 afirmaba lo siguiente: “2. La reseña por el Notario del documento auténtico y su valoración de la suficiencia de las facultades representativas harán fe suficiente, por sí solas, de la representación acreditada, bajo la responsabilidad del Notario”. Pues bien, el art. 34 de la Ley 24/2005 ha considerado necesario modificar el párrafo segundo, que queda ahora con la siguiente redacción: “2. La reseña por el notario de los datos identificativos del documento auténtico y su valoración de la suficiencia de las facultades representativas harán fe suficiente, por sí solas, de la representación acreditada, bajo responsabilidad del notario. El registrador limitará su calificación a la existencia de la reseña identificativa del documento, del juicio notarial de suficiencia y a la congruencia de éste con el contenido del título presentado, sin que el registrador pueda solicitar que se le transcriba o acompañe el documento del que nace la representación”.
Podría pensarse que la precisión no era necesaria, dada la claridad del primitivo artículo. Pero el que piense así incurrirá una vez más en el error denunciado al comienzo de estas líneas. Lo racional no termina siempre por ser real, si los protagonistas de la realidad no cooperan. Y no es, ni muchísimo menos, que la Administración se haya mostrado indolente en la aplicación de la norma. Se cuentan por decenas las resoluciones de la Dirección General de los Registros que sientan la doctrina que ahora recoge literalmente la nueva Ley, y son abrumadora mayoría las resoluciones de los Tribunales que ampararon su criterio. Pero el simple hecho de que hayan tenido que dictarse ya es suficientemente significativo.
Basta con que algunos, no muchos, de los directamente afectados se autoconvenzan de la necesidad de encontrar soluciones imaginativas fuera del cauce mayoritario y se movilicen para convencer a los demás, para que la rueda de la racionalidad legal corra el riesgo de pincharse a las primeras de cambio.
Otro ejemplo en la misma línea es el de los plazos de inscripción. El art. 100.1 de la Ley 24/2001 introdujo un párrafo segundo en el art. 18 de la Ley Hipotecaria que comenzaba diciendo: “2. El plazo máximo para calificar será de quince días contados desde la fecha del asiento de presentación...” Pues bien, el art. 34 de la Ley 24/2005 ha considerado necesario modificar ese párrafo segundo, que comienza ahora de la siguiente manera: “2.- El plazo máximo para inscribir el documento será de quince días contados desde la fecha del asiento de presentación...”
De nuevo, sólo encontrará motivos para apuntar la sutilísima distinción entre “calificar”, “inscribir” y “despachar” (que de acuerdo con la primera redacción le permitiría inscribir mucho después del plazo indicado) aquél incardinado en un sistema organizativo que no sólo no le penalice por ello, sino que además le atribuya poder suficiente para que ningún usuario pueda discutir tan singular interpretación.

"Cabe respetar la orden legal y digitalizar el Registro de tal forma que el resultado constituya un arcano informático para el no iniciado en sus misterios, frustrando con ello la finalidad perseguida"

Podrían traerse a colación más ejemplos, como el relativo al carácter vinculante de las Resoluciones de la Dirección General (reforma del art. 327.10 LH que sustituye “registros” por “registradores”) pero para evitar aburrir al sufrido lector destaquemos sólo uno verdaderamente singular: el del régimen de recursos frente a la calificación negativa.
La Ley 24/2001 pretendió acabar con el régimen un tanto excepcional del antiguo recurso, insertándolo, con sus inevitables particularidades, dentro del cuadro ordinario del procedimiento administrativo. Se buscaba cohonestar la simplicidad y la agilidad con el reconocimiento al administrado de las correspondientes garantías. Pero lo cierto es que los intereses del ciudadano pasaron rápidamente a segundo plano, en beneficio de los supuestos intereses corporativos del funcionario calificador, gracias a dos discretas y puntuales reformas introducidas por las Leyes 53/2002 y 62/2003. La primera atribuyó a los registradores, además de algunas facultades claramente perturbadoras de la agilidad del procedimiento, nada menos que legitimación para recurrir la Resolución –estimatoria del recurso contra su calificación– de su superior jerárquico, la Dirección General de los Registros. Algo, desde luego, un tanto excepcional en el marco de la Administración Pública.
Pero si la posición del consumidor recurrente ya quedaba bastante menoscabada con ello, la segunda Ley vino a suponer un brillante remate de indefensión al introducir la suspensión automática de la ejecución de la Resolución por la simple interposición del recurso judicial. Con ello, el usuario que pretendía la inscripción de su escritura en el Registro y que, frente al criterio negativo del registrador, obtenía una Resolución favorable de la Dirección General de los Registros, quedaba bajo la estremecedora amenaza de que el subordinado recurriese la decisión de su superior y aplazase la decisión final y su ejecución sine die, dejándole al albur del procedimiento judicial con todos sus correspondientes recursos, “ad calendas graecas”. Esto si que es, verdaderamente, fomentar la agilidad del tráfico jurídico.
Con ello se demostraba una vez más la existencia de ese profundo foso, tan característico de nuestro país, entre el papel y la realidad, entre las palabras y los hechos. Pues el modélico recurso, con todos sus plazos y garantías, resultaba ser tan útil para el sufrido ciudadano como lo fue el abogado Huld para Josef K. Al final, el poder descarnado se impone, y, frente a la calificación negativa, el usuario (es decir, K.) terminaba por asumir que lo más prudente era bajar la cabeza y resignarse a su inevitable destino: la subsanación. La Ley 24/2005 vuelve otra vez en este tema a los principios de la Ley 24/2001. Pero ¿por cuánto tiempo? En España nunca se sabe.
No podemos terminar estas líneas sin referirnos a un último ejemplo de fundamental importancia para el futuro: el del acceso telemático al Registro. La Ley 24/2001 ordenaba que los Libros registrales debían digitalizarse con la finalidad de que la publicidad formal pudiera llevarse por medios telemáticos, lo que a esas alturas parecía ya un pretensión bastante razonable. Sin embargo, el hecho de que la concreción de determinados aspectos técnicos quedasen relegados a su determinación por una futura norma reglamentaria, dejó otra vez la medida en el limbo de las buenas intenciones, dada la falta de entusiasmo con que fue acogida por sus destinatarios. Porque, si bien cabe respetar la orden legal y digitalizar el Registro, siempre es posible hacerlo de tal forma que el resultado constituya un arcano informático para el no iniciado en sus misterios, frustrando con ello la finalidad perseguida.
La nueva Ley 24 modifica el artículo 107 de la vieja Ley 24 ordenando que el Colegio de Registradores y el Consejo General del Notariado dispongan de redes telemáticas que permitan la interconexión entre sí, algo elemental si lo que se pretende es la posibilidad de obtener información del Registro en tiempo real y presentar los títulos una vez autorizados sin solución de continuidad. La medida no sólo posibilitaría prestar el servicio con más agilidad, sino también con mucha mayor seguridad para el adquirente, eliminándose los inconvenientes que presenta el sistema actual: por mucha urgencia que exista la escritura no puede autorizarse (salvo que se haga a ciegas) hasta pasado el tiempo que media entre la solicitud de información y su respuesta vía fax (varios días). La información se ha pedido para un día determinado pero no ha llegado y la gente ya está esperando para firmar, la información contiene errores que no cabe contrastar sobre la marcha, no se sabe si el mismo día de la firma ha entrado en el registro algún título que terminará por ser oponible al adquirente, el asiento de presentación solicitado por fax caduca en un plazo breve,  etc.

"Una cuestión grave: la dirección de una institución que debe estar al servicio de los ciudadanos, fomentando y/o amparando actuaciones basadas en interpretaciones de la Ley que harían sonrojarse a cualquier jurista ajeno al proceloso mar de fondo que las justifica"

No cabe desconocer la importancia que supone un paso de este tipo. Las posibilidades que se abren terminarán en un plazo breve por desbordar las iniciales necesidades a las que obedecieron y no es dudoso de que en el futuro se considerará esta Ley como un punto de inflexión básico en la historia de la justicia preventiva en nuestro país: aquella que introdujo definitivamente la prestación de este servicio público en el Siglo XXI.
¿O quizá no sea así? Quizá estemos siendo demasiado optimistas y sea necesario una tercera o incluso una cuarta Ley 24, cargada otra vez de buenas intenciones, pura razón sin deseo. Porque deseo de que la razón prevalezca es adoptar también aquellas medidas que destruyan las resistencias que esta encuentra a su paso. Confiar para ello en el régimen disciplinario –a su vez vuelto a reformar– por muy necesario que sea, resulta un tanto ilusorio, porque la experiencia demuestra que ciertas conductas no pueden corregirse simplemente a base de sanciones, máxime cuando están –o por lo menos han estado hasta ayer mismo– incentivadas y amparadas por la propia dirección corporativa.
Es esta desde luego una cuestión grave: la dirección de una institución que debe estar al servicio de los ciudadanos, fomentando y/o amparando actuaciones profesionales basadas en interpretaciones de la Ley que harían sonrojarse a cualquier jurista ajeno al proceloso mar de fondo que las justifica. Pero lo cierto es que la estrategia seguida en los últimos años ha venido a corroborar implícitamente que los incentivos para desarrollar esa política imaginativa son demasiado fuertes y las repercusiones por hacerlo demasiado débiles, difusas y aplazadas en el tiempo como para confiar en el efecto disuasorio basado en el puro régimen disciplinario.

"Convendría recuperar en la política la voluntad de anteponer frente a cualquier consideración los intereses de los ciudadanos, en defensa de la propia Ley y de su racionalidad"

Sirva como prueba irrefutable de todo ello los artículos publicados en la revista jurídica La Ley los días 22 de diciembre de 2005 y 11 de enero de 2006. En el primero de ellos, titulado “La Ley de impulso a la productividad, los registros públicos y la prueba de la representación”, los autores arengan a los funcionarios encargados de los registros públicos a ignorar la última Ley 24 (la anterior ya estaba ignorada) basándose en una lectura directa de la Constitución sin intermediarios –¿para qué quiere uno la Iglesia o el Parlamento si puede hablar directamente con Dios o con la Justicia?– de la que se deduce que la Ley nunca jamás podrá ordenar –en este tema tan crítico para nuestra supervivencia política– algo contrario a la opinión de los autores del artículo. Y que, además, como lo que no puede ser no puede ser, el funcionario está legitimado para ignorar su claro mandato, así, directamente, sin pudor de ningún tipo.
El segundo artículo publicado –“Los ilusionistas del Derecho y la Ley de impulso a la productividad (Resoluciones vinculantes, juicios de valor axiomáticos y otros cuestiones”)– tiene un título que afortunadamente nos ahorra ya casi cualquier comentario. Otra vez esa emotiva apelación al Derecho (con mayúsculas) frente a la pérfida utilización del derecho (con minúsculas) por el legislador ilusionista. Menos mal que siempre está el funcionario de a pie para poner las cosas en su sitio.
Si esto sigue así tras el cambio en la dirección de la corporación registral, y parece por lo visto que nada va a cambiar, la única solución posible a tanto disparate será remover el mar de fondo y cambiar radicalmente el esquema de incentivos que parece fundamentar tales políticas, lo que en definitiva, es tarea de una reforma institucional en profundidad. Pero para ello se necesita acierto técnico y mucho coraje político. Quién lo dude que reflexione sobre esa asombrosa coincidencia entre las enmiendas presentadas por el PP y ERC a la última Ley 24.
Afirma Aristóteles en su Política que la Ley es razón sin deseo. Pero con ello lo que pretende es destacar la superioridad de la Ley frente a las decisiones del tirano, siempre susceptibles de ser pervertidas por la pasión. Hoy, felizmente superada la edad de los tiranos, convendría recuperar un poco la pasión en la política, no entendida como exabrupto dirigido al adversario, como desafortunadamente se suele hacer en nuestro país, sino en defensa de la propia Ley y de su racionalidad, como firme voluntad de anteponer frente a cualquier consideración los intereses de los ciudadanos –de los que la Ley es el único intérprete– y, por supuesto, de equiparse con el correspondiente coraje para llevarlo a cabo.

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