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Por: JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ
Presidente de EL NOTARIO DEL SIGLO XXI

 
LOS LIBROS

Un brillante best-seller de Catherine Nixey evoca lo que perdimos con el declive del mundo clásico, a lo que otros oponen la labor de los monasterios para transmitirlo

Tiempo hace que un simple libro de historia no despertaba un debate tan ácido y visceral como el que ha provocado La edad de la penumbra (Taurus, junio 2018) que sostiene la tesis de que el cristianismo militante de los siglos IV y V, en su afán por imponer la única fe verdadera que propagaba con fervor, aniquiló deliberadamente los símbolos y enseñanzas del mundo clásico y todo cuanto no estuviera en sintonía con las nuevas creencias, provocando un retraso de siglos en la evolución cultural de la humanidad. 
El original inglés de esta obra, que vio la luz en 2017, fue catalogado entre los mejores libros del año por The Times, The Telegraph, The Spectator, The Observer, la BBC etc., y de inmediato emprendió una sorprendente escalada por todo Occidente, entusiasmando a unos y espantando a otros, pero sin caer nunca en el desdén o la indiferencia.

El relato se contrae a la antigüedad tardía, el período en que el cristianismo obtuvo una significativa expansión hacia todos los rincones del Imperio Romano, período que la autora deja enmarcado con dos mojones simbólicos que ya dejan patente la intención mordaz de su discurso: el año 380 d. C. en que según su relato los primeros cristianos destruyeron por pagano el templo de Atenea en Palmira, y el 532 en que se cerró, por el abandono forzado de Damascio y sus colegas filósofos, la famosa Academia de Platón en Atenas.

“Sostiene la tesis de que el cristianismo militante de los siglos IV y V, en su afán por imponer la única fe verdadera, aniquiló deliberadamente los símbolos y enseñanzas del mundo clásico, provocando un retraso de siglos en la evolución cultural de la humanidad”

En medio queda un período marcado por violentos episodios, en gran parte desconocidos para la mayoría y que la autora narra con brillantez, en que algunos neocristianos fervorosos emprendieron una guerra feroz contra templos, altares, símbolos y libros que disintieran de sus creencias, convirtiendo paradójicamente en violenta, despiadada e intolerante una religión que predicaba la paz y el amor. El relato de Nixey está bien documentado, avanza a ritmo frenético, cautiva al lector por su prosa ligera de acento periodístico, y resulta convincente, aunque primero sorprenda y provoque, y sea solo en un momento posterior cuando turbe y golpee nuestra conciencia.
La autora describe de forma descarnada y mordaz la persecución y quema de libros y autores paganos contrarios a la única doctrina verdadera. Es el caso de la obra quemada en la hoguera de Porfirio, Galeno, Celso, Epicuro, Demócrito o Lucrecio cuya heterodoxia hoy conocemos solo por estar implícita en sus críticos, caso de Celso rebatido detalladamente por Orígenes, o por algún manuscrito extraviado encontrado por un notario, caso de Lucrecio como narra brillantemente S. Greenblatt en El giro, otro best-seller estelar hace poco comentado en esta revista. También se explaya Nixey contra los martirios, negando las persecuciones imperiales salvo la de Nerón, poniendo en duda las narraciones de esos martirios truculentos que se han repetido acríticamente durante generaciones y que no son ciertos, como quedó demostrado después cuando la Legenda aurea medieval cayó en descrédito quedando la palabra legenda (en latín, lo que hay que leer) como definición de lo legendario o fabuloso. Porque esas muertes eran voluntarias, imputándolas la autora al efecto purificador buscado por quienes querían morir por la fe y alcanzar así la beatitud eterna, que lógicamente buscaban con júbilo. También detalla la autora las andanzas de grupos temerarios de neófitos, terroristas caritativos -extraño pero correcto oxímoron- que protagonizaron violentas devastaciones de templos, altares, estatuas o pergaminos por estar desviados de la doctrina verdadera, incluidas las sinagogas, que destruían y convertían en iglesias, por asemejarse a burdeles y guaridas de ladrones según proclamaba el iracundo Juan Crisóstomo, luego santo, cuyos escritos antisemitas reimprimió por cierto con regodeo la Alemania nazi. Y no se olvida de narrar minuciosamente cómo una turba de fanáticos, según Nixey cristianos entusiastas e intolerantes, torturó y quemó a la hija luminosa de la razón, la famosa Hipatia de Alejandría, uno de los episodios más salvajes de la barbarie occidental que arraso palacios, templos y la más famosa biblioteca del mundo conocido.

“Algunos neocristianos fervorosos emprendieron una guerra feroz contra templos, altares, símbolos y libros, convirtiendo paradójicamente en violenta, despiadada e intolerante una religión que predicaba la paz y el amor”

A veces resulta una narración cruel, incluso parece mal intencionada por ser críticamente selectiva, pero lo triste es que en general está solidamente documentada. Cierto que la cristiandad no hizo sólo eso, también es heredera y fue protectora de la cultura clásica que solo a través de las bibliotecas monásticas se mantuvo y ha llegado a la actualidad. Cierto que lo mejor de la cristiandad hizo eso y mucho más. Pero este relato de cierto fanatismo paralelo, tal vez ocasional y esporádico, que apaleó, torturó y exilió a quienes se apartaban de la verdad sagrada parece innegable. Con la agravante de que es una historia -en el campo literario hay que decirlo- que se cuenta por sus lagunas y vacíos, porque en períodos la literatura perdió la libertad y ciertos temas desaparecieron del debate filosófico y empezaron a desvanecerse de las páginas de la historia, que se convirtió en gran partes en una crónica de silencios.
La Iglesia, dice Nixey, empezó a actuar como un filtro implacable de todo lo que se escribía. El historiador cristiano, en contra de lo que decía Don Quijote a Sancho, empezó a narrar los hechos no como fueron sin añadir ni quitar cosa alguna a la verdad sino como deberían ser según la única fe verdadera, no había que registrarlo todo sino solo lo que ejerciese un bien en los cristianos que lo leyeran expurgando lo pernicioso o lo alejado de la verdad revelada. La sabiduría de este mundo es necedad para con Dios, dijo San Pablo (Cor I, 3, 19), y los gnósticos (de gnosis, conocimiento), los hombres cultos o intelectuales, solo por serlo, eran sospechosos de herejía, la ignorancia se celebraba, era poder, el cristiano verdadero no necesitaba sabidurías porque tenía a Dios.

“No todo fue devastación y aniquilamiento, desde luego, pero predomina el convencimiento de que los hechos narrados ocurrieron. Puede que fueran obra de comandos destructivos y sanguinarios, pero esto no basta para desautorizar la entraña y la médula de la nueva doctrina”

También la oposición a la obra de Catherine Nixey ha sido violenta. El libro, dicen, está lleno de bulos antihistóricos, de originalidad escasa, es una auténtica mascarada y un polvoriento remake del viejo Edward Gibbon que en su monumental obra ya defendió las tesis de Nixey, y está marcado por distorsiones descaradas y prejuicios dañinos. Los críticos más agrios incluso han llevado sus invectivas al campo personal. Que la autora no es historiadora sino periodista de segunda fila, que es hija de un monje y una monja renegados que vivían sin fe en una forma de puritanismo agnóstico desde el que amargaron la infancia de su hija con una educación religiosa sesgada y la traumatizaron hasta provocarle alucinaciones de hombres barbudos que destruían templos en los desiertos egipcio y sirio -un preludio de los actuales yihadistas-, visiones diabólicas que produjeron en Nixey lesiones cerebrales descalificantes (¡).
Otros con más prudencia reducen su crítica a una relativización ocasional, en lugares y tiempos, de esos relatos de destrucción y aniquilación de templos, estatuas y libros, buscan concausas para la indudable involución cultural de estos siglos -invasiones bárbaras, terremotos, epidemias, guerras, incendios etc.- o recuerdan que no fueron solo los cristianos los intolerantes, que también los romanos exterminaron a los druidas y persiguieron los cultos y sectas de las bacantes, y en más ocasiones los cristianos reutilizaron como iglesias los edificios paganos.
Las aguas se están sentando y las coincidencias crecen. Nixey, se admite, no es investigadora, pero sí es historiadora y reportera. A su frescura y expresividad literarias une el rigor histórico suficiente para seleccionar e interpretar las numerosas y fidedignas fuentes que consulta y explora. No todo fue devastación y aniquilamiento, desde luego, pero predomina el convencimiento de que los hechos narrados ocurrieron. Puede que fueran obra de comandos destructivos y sanguinarios, pero esto no basta para desautorizar la entraña y la médula de la nueva doctrina. Como los jacobinos, los bolcheviques, los talibanes o en cierto modo otros modernos comandos, aquellos monjes iluminados no invalidaban las creencias de las que procedían sus ardores, aunque actuaran como posesos destruyendo cuanto oliera a paganismo o se alejara del cauce de la que creían única fe verdadera.

“Y no todo es crítico en este libro. Su mensaje constituye un eficaz llamamiento a la tolerancia y una apología de la transigencia”

No abunda sin embargo por ahora el valor de reconocerlo desde dentro. Una religión es más grande y fuerte cuando admite la realidad y la desafía, dice Nixey, lo que está demostrando el Papa Francisco con las terribles transgresiones ocultas que ahora afloran. En el siglo de la transparencia convertida hoy como advierte Byung-Chul Han (La sociedad de la transparencia, Ed. Herder) en verdadera coacción sistémica dominante de todos los sucesos sociales a los que somete a cambios profundos para hacerlos operaciones y acelerarlos, no es sensato seguir ocultando evidencias. Crear o seguir manteniendo un Ministerio de la Verdad orwelliano, sea ocultando sea sublimando, sería dar culto a una tenebrosa opacidad y alimentar la intransigencia.
Porque no todo es crítico en este libro. Como dice el propio editor, en tiempos de fanatismos su mensaje constituye un eficaz llamamiento a la tolerancia y una apología de la transigencia. Cierto que a veces algunos fanáticos aniquilaron y destruyeron en nombre de un monoteísmo belicoso. Pero también la autora, como todos, está segura de que el cristianismo es más fuerte y más grande cuando admite esta realidad y la desafía. Siempre se tendrá que reconocer que la Iglesia constituye el mejor intento de convertir el amor y la paz en el símbolo de la comunión universal.
Y justo es terminar estas reflexiones recordando otra obra de signo contrario, una valiente apología del cristianismo escrita por el profesor Rodney Stark con el título Falso testimonio. Denuncia de siglos de historia anticatólica (Ed. Sal Terrae, 2018) que constituye, como dice su prologuista García de Cortázar, un alegato contra la arrogancia intelectual y la mentira de quienes, en línea derivada de la que inició Gibbon y continúa Nixey -cuya obra por cierto ni conocía ni había sido aún editada en España-, consideran que la libertad de las sociedades modernas se ha construido como resultado de la impugnación del cristianismo y de una progresiva pérdida de influencia de la Iglesia en aras de una siempre beneficiosa secularización. 

“Stark comienza desmontando los bulos iniciados con las guerras de religión surgidas a partir de la Reforma luterana, y tantos otros estigmas con los que se ha denigrado a la Iglesia tantas veces”

Stark comienza desmontando los bulos iniciados con las guerras de religión surgidas a partir de la Reforma luterana y la propaganda inventada contra España, principal potencia católica, por unos nacionalismos protestantes insurgentes, que dio lugar a esa falsa Leyenda Negra sobre fanatismos, Inquisiciones y masacres que no se termina de erradicar. Refuta también las inicuas falsedades contra la Iglesia divulgadas durante la Ilustración del XVIII en el altar de la diosa razón, las que imputan a las cruzadas el origen del furor islámico contra las Torres Gemelas, las vertidas contra la Inquisición, las herejías científicas, la esclavitud tolerada, el origen divino del poder autoritario del absolutismo, la modernidad etc. etc. y tantos otros estigmas con los que se ha denigrado a la Iglesia tantas veces.
La obra, sólida y fundada, es una demostración de cómo factores espurios se conjuran a veces para alumbrar falsas verdades. Stark las desmonta con solvencia. Aunque algunas de sus interpretaciones sean discutibles, en general resulta convincente. Y él mismo lo confiesa: no es católico romano, y no ha escrito el libro en defensa de la Iglesia. Lo ha escrito, asegura, en defensa de la historia.

“Disciplinar” los Robots

La victoria de Deep Blue sobre el campeón mundial de ajedrez Gary Kasparov produjo una conmoción planetaria y fue una seria advertencia de que las computadoras eran portadoras de cierta superioridad cognitiva y de discernimiento paralelas al menos a las de los humanos. Se la ha denominado inteligencia artificial o robotizada y se desconocen sus límites. Yuval Noah Harari que en dos best-sellers memorables hace poco comentados en esta revista, Sapiens y Homo Deus, nos ha avisado del rumbo incontrolado e impredecible que los robots, creaciones de la Inteligencia Artificial, pueden adoptar con autonomía de forma irreversible y hasta apocalíptica, en su última obra 21 lecciones para el Siglo XXI (Ed. Debate, agosto 2018) nos advierte que no es imposible que la Inteligencia Artificial desarrolle en el futuro sentimientos propios, antesala de la “conciencia” y de la consiguiente imputabilidad.
Hasta ahora está probado que pueden sopesar evidencias, aplicar conocimiento y experiencia, tomar decisiones afrontando un determinado grado de incertidumbre, arriesgarse, modificar planes si le llega información nueva, observar los resultados de sus propias acciones, razonar (en el procesamiento simbólico) o utilizar cierta forma de intuición (Jerry Kaplan, Inteligencia Artificial, Teell Ed. 2017). Y Watson, de IBM, los juzga ya capaces de emplear la metáfora y la analogía para solucionar problemas. Son los robots, artilugios humanoides de menor o mayor complejidad que ya conviven con nosotros en forma de coches autónomos, drones, máquinas militares, quirúrgicas o incorporales de puro software, y que realmente suponen una inflexión en el curso de la historia. Su irrupción ha empezado a plantear serios retos. Sociales, económicos, laborales, éticos. Y desde luego jurídicos.
Quizá los más urgentes sean éstos, los retos jurídicos. La actual anomia deja en el aire los posibles derechos, la licitud de usos y aplicaciones, las consecuencias de las anomalías etc., todo lo cual conduce a una indeseada inseguridad jurídica. Ya han iniciado el camino legislativo Corea del Sur y Japón. La Unión Europea se ha limitado por el momento a dictar una serie de recomendaciones y directivas que aún no han cristalizado en normas positivas, debiendo el intérprete recurrir a la aplicación analógica de leyes vigentes que nunca contemplaron fenómeno tan impactante como la irrupción de la robótica. En España ha sido Wolter Kluwer quien ha tomado la iniciativa con una obra dirigida por Moisés Barrio Andrés, Derecho de los Robots (Ed. W.K.E, marzo 2018) de afrontar los retos, especialmente los jurídicos, que esta nueva realidad plantea, encomendando a otros tantos prestigiosos especialistas en cada materia el estudio de los diferentes problemas que surgen en cada ámbito, y que son mayores a medida que la robótica adquiere mayor complejidad. Se estudia la historia, la viabilidad de un Derecho específico de los robots, y su actual interferencia en el Derecho del trabajo, en el Derecho financiero y tributario, en la abogacía -extraordinaria su utilidad como machine learning de análisis jurisprudencial y predictivo anglosajón-, en la sanidad y también la ética de su comportamiento y utilización. Pero sobre todo lo más urgente, casi lo acuciante, la responsabilidad.
Se debate si los robots pueden ser sujetos de derechos y responsabilidades por sí mismos, y se propone en el mundo anglosajón, que el sistema o ente de Inteligencia Artificial pueda, en analogía con las personas jurídicas, tener propiedades y ser un agente moral (Kaplan, o. cit.). Más realista por el momento es la propuesta que un miembro de la corporación notarial, Juan Gómez-Riesco Tabernero de Paz hace en el magnífico estudio monográfico incluido en el libro que comentamos sobre la responsabilidad civil extracontractual de los robots. Propone objetivar la responsabilidad derivándola hacia el que pone en marcha el riesgo con un seguro obligatorio de compensación, o un sistema de gestión minimizador de los riesgos, quedando excluidas por prematuras, conforme a las Recomendaciones de la CE, las amenazas de autonomía, conciencia e imputabilidad que algunos predicen. Los seres humanos deben tener en todo momento el control sobre las máquinas inteligentes, recomienda la CE, aunque los agoreros de estos ingenios diabólicos predicen otra cosa.
El libro es pionero, valiente, rompedor y realmente interesante. Sus reflexiones impactan y abren caminos.

Domingo Irurzun, exponente de ejemplaridad notarial

Notario ejemplar o ejemplo de notario. Domingo Irurzun Goicoa, arquetipo de notario recto, probo y pensador como pedía De las Casas, de ortodoxia y solidez contrastadas, siempre con el piloto verde de disponible para cualquier servicio corporativo, ha sido acertadamente rememorado en un libro conmemorativo de su andadura que acaba de publicar merecidamente el Consejo General del Notariado. En él se recoge su perfil inolvidable, su permanente actitud cooperativa y su valiosa obra, sólida y profunda, siempre muy meditada, como su casi póstumo Derecho Sucesorio del que en su día cuando se editó dio reseña esta revista precisando que, en su humildad característica, el autor calificaba de Rudimentos lo que constituye una descripción, profunda y asequible al tiempo, de los cimientos y vigas maestras del Derecho hereditario”. 
Ya antes, en el nº 26, esta Revista le había incluido merecidamente entre los Grandes del Notariado. Sirva la edición de esa obra para que su memoria se mantenga viva y siga brillando como espejo de notarios.



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