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Por: MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista

“Cantaba una tonadilla/ cuando murió El Espartero/ los toritos de Mihura/ a nadie le tienen miedo”. Sonaba también una canción festivalera, El telegrama, que proclamaba la inminencia: “pronto llegará la televisión/ y yo cantaré/ y tú me verás/”. Años después, sin música alguna, y con muchas incertidumbres, estábamos anhelantes de que pronto llegaría la Constitución, descartados los ensayos chirriguerescos de retorcer las Leyes Fundamentales para darles la apariencia de lo que nunca podrían ser. 
Volviendo a los inicios de la tele parece que sus esforzados pioneros quedaban exhaustos al concluir las dos horas de programación diarias oficiadas en el altar de los altos del Paseo de la Habana, donde reinaba la veteranía de Victoriano Fernández Asís. Así que cuando concluían la jornada aquellos precursores se reunían en amigable tertulia, que siempre celebraba unánime las anécdotas y sucedidos desgranados con ironía galaica por el jefe máximo, cuya trayectoria incluía méritos notables de caracterización camaleónica. Porque se había estrenado sirviendo en la secretaría particular de don Santiago Casares Quiroga, primer ministro con Manuel Azaña cuando el alzamiento del 18 de julio de 1936, y había sabido pasar al lado contrario sin desmerecer ni perder cota, lo cual era prueba indiscutida de singulares destrezas.

Contaba Luis Ángel de la Viuda -quien al cabo de los años le sucedería en el mando- cómo en una ocasión Fernández Asís observando la pérdida de fervor de uno de los habituales se lo hizo notar:
- ¿Qué le pasa, Andrade, que ya no se ríe?
- Yo es que ya soy fijo, señor director.
En aquella televisión de aquellos tiempos, dominaba la línea encomiástica del NODO, aunque los locutores que asomaban a la pequeña pantalla hablaran con un tono declamatorio muy rebajado respecto al empleado por Fernando Fernández de Córdoba el primero de abril de 1939 en la lectura del último parte de guerra. Desde julio de 1962, cuando fue nombrado para la cartera de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne, tenía el mando del poderoso electrodoméstico en sus manos y lo hacía valer viniera o no a cuento.
Por ejemplo, el 10 de febrero de 1964, cuando deseoso de ofrecer a la marquesa de Villaverde un acto de reparación y desagravio la hizo Madrina de la inauguración del nuevo centro emisor de TVE en Izaña (Tenerife). Un acto que hubo de transcurrir con las autoridades e invitados en pie, dada la situación averiada en que se encontraban las posaderas de Carmen Franco. Los daños traían causa de una errónea perdigonada que el sin par Manoliño había propinado a la marquesa durante una cacería en Santa Cruz de Mudela. Se cuenta que enterado el generalísimo, que era quien invitaba a la fiesta cinegética, dijo al ministro “Iribarne, cuando se viene de cacería, hay que saber a que se viene”.
Fuera de la nomenclatura, los de a pie, traíamos aprendidos del bachillerato antiguo los rudimentos de la lógica aristotélica y sabíamos como plantear y resolver un silogismo. Nos constaba que a la primera premisa universal del tipo “Todo hombre es mortal” le seguía otra particular “Fulano es hombre” y que de ambas se concluía necesariamente que “Fulano es mortal”. En nuestro caso, los experimentos no se hacían con gaseosa sino con fuego real. Se trataba de Francisco Franco. Su exaltación insaciable había llegado tan lejos que su condición humana -que fuera hombre- pareció durante muchos años una hipótesis en la bruma de la incertidumbre. Además, la referencia al vocablo muerte había dejado de serle de aplicación. En su lugar se hablaba del momento en que se cumplieran las previsiones sucesorias. Luego, más adelante cuando los signos de deterioro físico arreciaban se acuñó la nueva expresión de cuando sucediera el hecho biológico.

“Íbamos a defraudar a los hispanistas porque en vez de comportarnos como pasionales ribereños del Mediterráneo nos inclinábamos a proceder con la frialdad de los bálticos, sin dar espectáculo, para asombro de propios y extraños”

Las evidencias quedaban desplazadas a favor de las convicciones que se profesaban de modo fervoroso en el entorno de la adhesión inquebrantable. Fuera de ese círculo, en la periferia, una y otra vez se procedía a una laboriosa elaboración del wishful thinking, desencadenada casi siempre a partir de un punto de ignición cinegético. En efecto, todo empezaba cuando crecían en intensidad los rumores de debilidad física mostrada por el Jefe del Estado en alguna partida de caza. Por ejemplo, un desvanecimiento que habría sufrido según se sabía de buena tinta. A partir de ahí, se encabalgaba la idea de que Franco proyectaba retirarse para dar paso al Príncipe Juan Carlos y se dejaba que corriera la voz entre el público propenso.
Así, hasta que el titular de la más alta magistratura aprovechaba o provocaba la ocasión y pinchaba el globo, desalentando a los maquinadores y reduciendo a escombros todos sus trabajos. Bastaba para ello con que deslizara alguna frase en el discurso que le viniera más a mano. Por ejemplo “quien recibe el peso y acepta el honor del caudillaje, no puede darse al relevo ni al descanso”, “mientras Dios me dé vida estaré con vosotros” o “dado lo vitalicio de mi cargo”. De esta condición vitalicia Franco nunca tuvo dudas. Se cuenta que en algún momento de encendida protesta estudiantil, el Conde de Vallellano Fernando Suárez de Tangil, titular de la cartera de Obras Públicas, intervino en una sesión del Consejo de Ministros para señalar alguna analogía de la situación con la actitud de los universitarios frente a la dictadura del general Miguel Primo de Rivera. Franco interrumpió al conde para señalarle las diferencias. Primo, dijo, tenía dos opciones -resistir o retirarse- pero “a mí solo me sacarán de aquí con los pies por delante”.
El caso es que para disipar cualquier habladuría que afectara a la salud o a la determinación de Franco, enseguida se procedía a difundir fotografías que demostraran su excepcional forma física. Un recurso del que se valía de manera ejemplar el aparato de propaganda del régimen de Pekín filmando al “gran timonel” bañándose en el río Yangtsé. Cristóbal Páez, columnista de “Arriba” -el diario que encabezaba la Prensa y Radio del Movimiento y progenitor de uno de los hábiles gerentes que se sucedieron en el PP-, cifraba la plenitud de forma de Franco en su exigente agenda comprometida con “la caza, la pesca, el golf y la audiencia”. Y enseguida la agencia Efe documentaba gráficamente esas actividades, ya fueran masacres de perdices abatidas, salmones cobrados en los ríos asturianos, cachalotes izados a la cubierta del Azor; los diecinueve hoyos jugados en el Golf de la Zapateira o de San Sebastián o el listado de las audiencias civiles y militares recibidas en el palacio de El Pardo, el Pazo de Meirás o el palacio donostiarra de Ayete.
Los mejor avisados consideraban que cuanto más arreciaban y más frecuentes eran las proclamaciones de perennidad del régimen más signos inequívocos de lo contrario quedaban de manifiesto por aquello de dime de qué presumes y te diré de qué careces. De modo que, al final, en la defensa de la continuidad acabaron quedándose solos quienes alistados en los aparatos políticos y sindicales del régimen presentían que se jugaban nada menos que el cobro de su propia nómina de fin de mes. Otra cuestión es que muchos siguieran el ejemplo del tero, ese pájaro que en un lado pega los gritos y en otro pone los huevos, con el solo efecto de hacer más patente la irremediable caducidad del sistema en fase de eclipse.

“El resultado fue la Constitución de 1978 que algunos recién llegados han querido presentar ahora como la suma de todos los miedos cuando fue la suma de todos los atrevimientos. No nos tocó en tómbola alguna. Requirió muchos esfuerzos y mucha generosidad de mucha gente que nunca pasó la cuenta”

El preámbulo de la Ley del Movimiento decía que sus Principios “eran por su propia naturaleza permanentes e inalterables” pero, evitando fiarlo todo a esos desahogos dialécticos, Franco prefirió convocar el 29 de mayo de 1962 en el Cerro de Garabitas de la madrileña Casa de Campo a los Alféreces Provisionales, como precursores de la Confederación Nacional de Ex Combatientes, para entregarles otra garantía de continuidad, asegurándoles que todo quedaría “atado y bien atado, bajo la guardia fiel de nuestro Ejército”.
Por su parte, el almirante Luis Carrero Blanco, haciendo gala de su condición de exégeta más autorizado del generalísimo, había procedido poco después a patentar el hallazgo del “movimiento continuo”, que venía siendo buscado de modo tan incesante como infructuoso desde el comienzo de la humanidad. Así el que se pensaba incombustible ministro subsecretario de la Presidencia explicaba con las dotes pedagógicas que le caracterizaban cómo el acceso a la Jefatura del Estado requería la jura previa de fidelidad a los Principios del Movimiento, a la manera de Alfonso VI en Santa Gadea de Burgos. Después, advertía, que si el juracantano los transgrediera incurriría en perjurio y perdería con ello toda legitimidad para continuar en el ejercicio del Poder del que habría de ser desalojado.
En estas estábamos cuando el 9 de julio de 1974, al producirse su ingreso hospitalario, quedó aclarado que Franco era hombre y que, en consecuencia, era mortal. Cuestión distinta es que quienes en el entorno familiar o político más próximo asumieron desde entonces el control de los cuidados que requiriese el paciente optaran por no ahorrarle la peor de las crueldades incluido un encarnizamiento final que ni siquiera sus enemigos más enconados le habrían infligido. Pero cuando se averiguó imposible prorrogar la resistencia del agonizante más allá de la madrugada del 20 de Noviembre de 1975, afloró como un relámpago la caducidad del régimen y se abrió paso la conveniencia de optar por una transición que culminara homologando nuestro país con los de su entorno europeo. No habría franquismo sin Franco, como no había habido leninismo sin Lenin, ni stalinismo sin Stalin, ni nasserismo sin Nasser. Como si por su propia naturaleza ningún régimen personal pudiera mantenerse vigente más allá de la muerte del fundador.
Empezaba, pues, otro capítulo que estaba por escribir. Íbamos a defraudar a los hispanistas porque en vez de comportarnos como pasionales ribereños del Mediterráneo nos inclinábamos a proceder con la frialdad de los bálticos, sin dar espectáculo, para asombro de propios y extraños. Fue un proceso difícil para el que no hubo facilidades por parte alguna porque los terroristas de ETA aceleraron sus atentados haciéndolos más mortíferos y porque la inteligencia de los reformistas se vio muchas veces confrontada con las impaciencias rupturistas. Los conflictos, que en ocasiones fueron luminosos, evitaron incurrir en el cainismo y los consensos basados en la concordia huyeron de favorecer oscuridades cómplices.
El resultado fue la Constitución de 1978 que algunos recién llegados han querido presentar ahora como la suma de todos los miedos cuando fue la suma de todos los atrevimientos. No nos tocó en tómbola alguna. Requirió muchos esfuerzos y mucha generosidad de mucha gente que nunca pasó la cuenta. Estos días conmemoramos su cuarenta aniversario. Convendría que revisáramos aquellos momentos, recordáramos lo que entonces aprendimos y sintonizáramos con las actitudes que permitieron avanzar. Que sea para bien.

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