
Cuarenta años, mirando hacia el futuro
El indiscutible éxito de la Constitución de 1978, pilar de nuestra vida democrática durante estos últimos cuarenta años, no puede hacernos desconocer los retos a los que va a enfrentarse de manera inmediata en un futuro muy próximo. Es cierto que, como conoce todo inversor prudente, rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras, pero lo que está por ver es si en este caso el riesgo principal descansa, más que en la siempre perfectible arquitectura constitucional, en nuestro escaso talante cívico y democrático. Porque no conviene olvidar que, al modo de las profecías autocumplidas, cuando uno no desea que algo le resulte útil, normalmente no le es útil.
Es obvio que con sus naturales deficiencias, nuestra Constitución es parangonable a la de los Estados más democráticos del mundo. Ha garantizado bien nuestras libertades individuales y nuestro progreso colectivo. Pero ha hecho algo más que eso: ha creado un orden de convivencia cívica que es sinónimo de libertad y democracia, más que su simple garantía. No es creíble ni concebible un supuesto estado natural democrático y libre con carácter previo a la Norma Fundamental. Por eso, mientras queramos preservar esa libertad debemos movernos necesariamente en el marco constitucional, aunque sea para reformarlo, pero siguiendo siempre sus procedimientos. Los que tan alegremente la denigran deberían ser muy conscientes de que, al margen de la Constitución, solo existe el imperio del más fuerte, con el siempre evidente riesgo de que, ese, a la postre, resulte ser otro.
“La Constitución ha creado un orden de convivencia cívica que es sinónimo de libertad y democracia, más que su simple garantía. Por eso, mientras queramos preservar esa libertad debemos movernos necesariamente en el marco constitucional, aunque sea para reformarlo”
Después de cuarenta largos años en los que hemos asistido a tantos cambios sociales, económicos y tecnológicos, nadie puede negar, sin embargo, la conveniencia de su adaptación. Y puestos a ello, resulta preferible afrontar una reforma constitucional de manera franca y directa, que buscar su adecuación a las necesidades actuales de manera indirecta a través de medios no pensados especialmente para ello, desde la legislación ordinaria u orgánica hasta la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Esa vía no haría otra cosa que agudizar las luchas partidistas y el desprecio a las reglas del juego.
Eso no significa desconocer la innegable dificultad de cualquier reforma ambiciosa. Bien sabemos que, en política, lo que es posible hacer está generalmente limitado por lo que es posible legitimar socialmente. Y hoy en día, en la sociedad en la que vivimos, resulta difícil legitimar casi cualquier cosa importante. Pero semejante dificultad no puede significar un impedimento definitivo, sino un acicate para iniciar de una vez un debate serio, riguroso y racional; eso sí, presidido por la lealtad institucional y la defensa de los intereses comunes.
La política, por muy enconada y bloqueada que parezca, no es un juego de suma cero. Para los que quieren servirla y no servirse de ella, siempre ofrece posibilidades de colaboración y de resolución de problemas de forma satisfactoria para todos. Si, como deseamos, prevalece al final la responsabilidad y la altura de miras, la Constitución seguirá garantizando nuestra vida en libertad durante las próximas generaciones.



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