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Por: MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista


LA PERSPECTIVA

El bloqueo en que parece sumida la situación política de nuestro país podría ser consecuencia de la obsesiva declinación del yo en que ahora estaríamos instalados según indica el semiólogo Jorge Lozano. Del yoísmo habríamos derivado por un plano inclinado hacia el dontancredismo, que acertó a describir José Bergamín (véase su Obra taurina editada en 2008 por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas). El nuevo fenómeno de la tauromaquia se anunciaba en los carteles de la época, por ejemplo, el de la primera Novillada de invierno en la Plaza de Toros de Barcelona (antigua de la Barceloneta) correspondiente al domingo 25 de noviembre de 1900. Su presentación se hacía subrayando que “el justamente ovacionado y notabilísimo Don Tancredo López considerado por su temeridad y arrojo sin límites El Rey del Valor” ejecutaría su maravilloso experimento al objeto de que todo el público pudiera presenciar tan arriesgado como original ejercicio con entradas al precio de una peseta.

En su ensayo, Bergamín, atento al panorama internacional, ponía en contraste el hecho de que mientras el siglo XX había empezado para los franceses con la torre Eiffel para los españoles lo hiciera con Don Tancredo. Luego, atendía a la paradoja de Don Tancredo de no morirse de miedo para poder vivir de esa valorización misma de su miedo, de ese miedo revalorizado. Esto es, de haber encontrado el secreto del valor aparente en la misma inmovilidad del mayor miedo: del que paraliza de espanto; del miedo que dejaba, por aterrorizada, convertida en estatua de sal a la mujer de Loth. También indagaba en ¿quién era Don Tancredo? Y concluía que empezaba a hacerse significativa su naturaleza en cuanto se piensa respecto a su particularidad, tan española en el sentido humano más aristocrático, o más griego, de ganar su vida ociosamente; de querer ganarse la vida sin hacer nada; es decir, sin hacer nada ajeno al sentido ocioso, gratuito de la vida: al don prístino de vivir. O sea, que era un verdadero señor o aspiraba a serlo.

"Los actuales líderes de los partidos políticos españoles, como Don Tancredo, han encontrado el valor 'por el camino más corto: por el del miedo'”

En ese mismo sistema parecen cristalizar también algunos de los actuales líderes de los partidos políticos españoles quienes, como Don Tancredo, han encontrado el valor “por el camino más corto: por el del miedo”. Es en su probada voluntad de no hacer nada donde empieza la invención del tancredismo, que se positiviza en el esfuerzo heroico de no moverse lo más mínimo; de modo que la tensión positiva de no hacer se hace poderosamente afirmativa. Y así “el hombre inmovilizado por el miedo se transfigura en la estatua viva del valor”. De ahí, que empiecen a rehabilitarse de manera acelerada figuras como la del presidente Mariano Rajoy que tanto vituperio recibió por su inmovilidad mientras se desencadenaba la tormenta perfecta de los independentistas en Cataluña, sin que ni el viento ni el mar le obedecieran, ni tampoco los servicios de inteligencia del Estado supieran decir si estaban en el fondo del mar o a menor profundidad las urnas que se habían mercado para acoger las papeletas del referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017.
Momento para abordar la superioridad de la clase ociosa a la que según Bertrand Russell tanto debemos. Porque ha de reconocerse que, pese a su carácter opresivo y a que se vea obligada a la invención de teorías capaces de justificar sus privilegios, ha prestado contribuciones decisivas a todo lo que llamamos civilización -las artes, las ciencias, la literatura, la filosofía- además de haber refinado también las relaciones sociales. Incluso, Russell, se atreve a sostener que “la liberación de los oprimidos ha sido, generalmente, iniciada desde arriba”. De ahí que estimara que “sin la clase ociosa la humanidad nunca hubiera salido de la barbarie”. Reconoce nuestro autor que, como casi toda su generación, fue educado en el espíritu de que la ociosidad es la madre de todos los vicios pero que sus opiniones se alteraron y acabó convencido de que se ha trabajado demasiado en el mundo y de que la creencia en el trabajo como virtud había causado enormes daños. 

"La cuestión es que nuevos datos pueden llevar a nuevas conclusiones y que rechazarlos porque rebasan los propios esquemas ideológicos denota cerrilismo propio de las ideologías que contribuyen poderosamente a fomentar la estupidez"

Como explicaba un buen amigo periodista haciendo de pregonero de las fiestas de la Virgen del Campo y de San Roque en Cabezón de la Sal a la altura de agosto de 2017 los municipios y las naciones pueden distinguirse según dónde establecen la residencia del prestigio. En Sevilla el máximo prestigio social se atribuye a los maestrantes. ¿Y qué hay que hacer para ser maestrante?, preguntaba Jacinto Peyón, artífice de la Expo’92. Don Jacinto, le contestaron, no hay que hacer nada, maestrante se nace. Esa condición corresponde en exclusiva a los descendientes de aquellos que acompañaron al Rey Fernando III el Santo en la toma de Sevilla. Pero veamos que en Biarritz o se tiene una cabanne en el Hotel du Palais o no se es nadie. En Manila el no va más es formar parte del recudido círculo de las familias de origen español que se mantuvieron inalterables en la ciudad. En Comillas han logrado algo más original. Los nacidos en la villa estigmatizaron a los veraneantes de las buenas familias en buena parte catalanas denominándoles la paparda porque los equiparaban a esos peces marinos epipelágicos que aparecen en las aguas superficiales en la estación más cálida y que son considerados inútiles e incomestibles. Pues bien, los destinatarios de esa descalificación la han revertido dotándola de una pátina honorífica y como si hubieran constituido un Consejo Regulador niegan que esa condición pueda aplicarse a quienes consideran faltos de antigüedad en el veraneo.
Por esta senda y ateniéndonos a la economía argumental llegaríamos a formular el principio de Hanlon según el cual “no se ha de atribuir a la maldad lo que pueda ser explicado por la estupidez”. Ni tampoco pensar que es necesario profesar la maldad para llevar a cabo las acciones más perversas. Basta, como escribe Ferlosio en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, con estar convencido de tener razón. Decía Keynes a un interlocutor empecinado que cuando la realidad cambiaba, si era preciso, él también se planteaba cambiar de idea. La cuestión es que nuevos datos pueden llevar a nuevas conclusiones y que rechazarlos porque rebasan los propios esquemas ideológicos denota cerrilismo propio de las ideologías que contribuyen poderosamente a fomentar la estupidez. Por ahí encontramos a Françesc de Carreras para quien no son las ideas sino las ideologías entendidas como jaulas de las que no se puede salir, las que impiden pensar, discurrir, dudar, razonar. Porque está demostrado que si las ideas sirven para pensar, las ideologías solo permiten disimular la ausencia de ideas, para acorazarse contra ellas, para bunkerizarse.

"Está demostrado que si las ideas sirven para pensar, las ideologías solo permiten disimular la ausencia de ideas, para acorazarse contra ellas, para bunkerizarse"

En el ámbito de las ciencias se avanza desde la duda en busca de verificación, tanteando, por el procedimiento de ensayo y error. Y la historia de la Física registra cómo el perfeccionamiento de los instrumentos de observación va permitiendo detectar nuevos fenómenos que cuando las teorías establecidas son incapaces de explicar generan otras nuevas que dan razón de los mismos. Resulta ininteligible. Porque ofrecer como prueba incontestable de coherencia la impenetrabilidad del propio cerebro a cualquier dato, fenómeno o razonamiento nuevo es un sinsentido. La inmutabilidad del impasible, el ademán y la adhesión inquebrantable de los inasequibles al desaliento, abren el camino más corto al frenopático. De la misma manera que las conmemoraciones de los últimos de Filipinas permiten advertir la contigüidad entre el heroísmo y la obcecación.
Alessandro Baricco en The Game (Editorial Anagrama. Barcelona, 2019) da cuenta de una misteriosa involución. Porque incapaces de concentrarnos, dispersos en una estéril multitasking, siempre pegados a cualquier ordenador, vagamos por la corteza de las cosas sin otra razón aparente que no sea la de limitar la probabilidad de una aflicción. Como si en nuestro ilegible movernos por el mundo estuviéramos adivinando el anuncio de una forma de crisis y captáramos la inminencia de un apocalipsis. Pero más allá de palabras tan contundentes se advierte que hablarnos y escucharnos empieza a convertirse en un acto de resistencia. Mientras para mejor entender las declinaciones del yo que aquí se han intentado se recomienda la lectura urgente de La nada y las tinieblas de Fridegiso de Tours traducido y prologado por el profesor Tomás Pollán que ha editado La uña rota. Continuará.

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