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MIGUEL ÁNGEL AGUILAR
Periodista

Empeñados como estamos en el combate a la anorexia, acabamos de asistir a la toma de unas medidas polémicas respecto a las modelos de la pasarela Cibeles. Por todas partes ha vuelto a cobrar máxima actualidad la definición de cuál sea el peso saludable, que sólo puede averiguarse en cada caso mediante la determinación del índice de masa corporal (IMC). La altura de cada individuo es la otra variable complementaria que, junto al contorno de la cintura, permite saber la posición que ocupamos en una escala que va de la extrema delgadez enfermiza a la enfermedad de los obesos, pasando por la zona saludable y la de sobrepeso sin graves contraindicaciones.
Recordemos que antes la expresión “rebosar de salud” era inequívoca, que el orgullo de los gordos les hacía adictos al lema de “más vale que sobre que no que falte”. Eran tiempos en los que cualquier disminución de peso sometía al afectado a un interrogatorio permanente en todas sus comparecencias. Cuestionamiento ligado siempre a la sospecha de una posible patología. En principio, el adelgazamiento era percibido en términos que levantaban preocupaciones por la salud que el interpelado debía apresurarse a disipar de la mente de sus inquisitivos interlocutores.
Saturados como estamos en estos días por la redondez de los aniversarios, cuando todo son folletos coleccionables de la II República, del estallido de la Guerra y de la muerte del dictador, nos vemos obligados también a prodigar cariños al NO-DO. Así podemos visualizar que, pese a todos los disimulos de aquellas cámaras mercenarias adictas a la propaganda del régimen, aquí hubo años de hambre y racionamiento durante los cuales se registraron por añadidura temperaturas mucho más extremas de las habidas en esta época de prosperidad sostenida en que nos encontramos. O sea, que la intemperie nos castigaba con mayores adversidades cuando menos posibles teníamos para aliviarnos con el recurso a la calefacción o al aire acondicionado.

"Antes la expresión 'rebosar de salud' era inequívoca. Eran tiempos en los que cualquier disminución de peso sometía al afectado a un interrogatorio permanente en todas sus comparecencias. Cuestionamiento ligado siempre a la sospecha de una posible patología"

En definitiva, que nos preocupa la extrema delgadez a la que aboca la anorexia pero, por el lado contrario, se expande también imparable la obesidad iniciada desde las edades más tempranas. Estamos educados en la posguerra cuando nada podía dejarse en el plato después de las necesidades pasadas por nuestros mayores durante la contienda y todavía resonaba el lema “en casa del pobre, reventar antes que sobre”. Pero debíamos estar advertidos por don Quijote, quien entre los consejos impartidos a su escudero Sancho, a punto de asumir como gobernador de la ínsula Barataria, le prescribe “no comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería” y más adelante insiste “come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago”.
Nuestra clase dominante en ninguna parte consta que tenga libros de cabecera, ni que haya prodigado especial devoción al ingenioso hidalgo pero se aplica hace años esos consejos. Basta comprobar el éxito de los lugares, como Incosol en la Costa del Sol malagueña donde se recluyen periódicamente para ayunar, eso sí, a unos precios exorbitantes. Porque la cuantía del coste prohibitivo queda unida de modo indeleble al prestigio que han alcanzado.

"El ayuno debería perder su carácter de triste austeridad, de carencia ocasionada por la penuria. El ayuno hay que concebirlo como una verdadera celebración con los mismos honores de los ágapes que se convocan para las ocasiones festivas"

Queda sin explicar que esa técnica tan depurada permanezca confinada a esos pocos establecimientos cuando podría difundirse con éxito en restaurantes de mucha frecuentación. Bastaría proceder a una nueva división de los espacios. De forma que a la separación entre la zona de fumadores y no fumadores se añadiera otra de comedores y no comedores. Claro que para sostener el prestigio del ayuno sería necesario que la cuenta a pagar fuera igual o más cara que la presentada a quienes ingieren alimentos.
Además el ayuno debería perder su carácter de triste austeridad, de carencia ocasionada por la penuria. El ayuno hay que concebirlo como una verdadera celebración con los mismos honores de los ágapes que se convocan para las ocasiones festivas. Para ello el servicio debería ser impecable. La carta de aguas naturales y con gas tendría que estar muy escogida y los sumiller tendrían que saber recomendar la más adecuada según la ocasión. Otra cuestión clave son las infusiones que ahora se han degradado hasta el aburrimiento. Sería preciso disponer de mucha más variedad, incorporar una oferta de muy distinta procedencia y desterrar las bolsitas con sus cordeles que denotan desconsideración hacia el cliente.
La salud ya no rebosa. De grandes cenas están las sepulturas llenas y el camino de la grand bouffe no tiene salida. Continuará.

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