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FERNANDO AGUSTINO RUEDA
Notario de Málaga

Tras la feliz abolición de la pena de muerte, la libertad individual se erige sin duda como el bien jurídico que ha de ser objeto de protección por excelencia y, correlativamente, como el derecho fundamental del que emanan todos los demás. Es, en suma, el último reducto que se reserva el individuo a la hora de estipular el ‘contrato social’, es decir, el conjunto de normas que han de regir su convivencia.       Libertad que, siguiendo al Tribunal Constitucional en Sentencia 98/1986, podría definirse como «el derecho de toda persona a autodeterminar, por obra de su voluntad, una conducta lícita» o, dicho en otros términos, la posibilidad de realizar, mediante decisiones libres, los propios objetivos vitales. Pero ello no empere para que tan sagrado derecho sea objeto de frecuentes atentados durante el estadio inicial de las investigaciones penales a través de la abominable –por lo excesivamente socorrida– figura de la ‘detención’. Es indudable que el interés público demanda la adopción de medidas tendentes a averiguar, perseguir y castigar las conductas de aquellos ciudadanos que trasgreden la ley penal, medidas confiadas al Poder Judicial que sin duda es ‘per se’ acreedor al más absoluto de los respetos. Entre ellas figuran las encaminadas a asegurar la presencia del presunto trasgresor ante la autoridad judicial así como a salvaguardar la integridad de los medios de prueba. Justo en este punto hace acto de presencia la detención cautelar.
Pero la enjundia del derecho fundamental afectado requiere de forma imperiosa la concurrencia de los principios de legalidad y proporcionalidad. Según el primero, la esfera de libertad del individuo, ilimitada en principio, sólo puede restringirse mediante una injerencia estatal previamente homologada y, como tal, limitada, mensurable y controlable. Por el segundo, ha de existir una adecuación entre el derecho a la libertad y su restricción, de modo que se excluyan –aún previstas en la ley– aquellas cortapisas de la libertad que rompan ese equilibrio (STC 178/1985). La Constitución española dedica su art. 17 a consagrar el derecho que nos ocupa: «Toda persona tiene derecho a la libertad y a la seguridad. Nadie puede ser privado de su libertad sino con la observancia de lo establecido en este artículo y en los casos y en la forma previstos en la ley.... Toda persona detenida debe ser informada de forma inmediata de sus derechos y de las razones de su detención...». Pues bien, la casuística legal sobre los supuestos y la forma de la detención se contiene fundamentalmente en los arts. 492 y 520 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

"Parece que al notario se le impone la obligación, bajo coerción penal, de sospechar de sus propios clientes, y ese componente subjetivo conduce a la permuta de su condición de mediador jurídico imparcial por la de servicial detective e instrumento de la presión fiscal del Estado"

El primero –que data de una época en que el candil constituía la única fuente luminosa para combatir la oscuridad– es, dicho sea con urgencia, un auténtico bodrio inquisitivo, paradigma de inseguridad jurídica y refugio de arbitrariedades policiales y judiciales. Los nebulosos términos que emplea tan desdichado precepto obligan a jueces y policías a detener a los delincuentes ‘in fraganti’ y a los prófugos (hasta aquí parece normal), pero también a los procesados por delito grave (empieza la confusión, pues si ya están procesados es obvio que el juez habrá adoptado previamente cautelas sobre su situación personal, si procediesen), así como a los que sus antecedentes o circunstancias induzcan a presumir que no comparecerán ante el juez salvo que presten fianza bastante ante la autoridad policial (¡que horror...!) y, por último, a aquellas personas sobre las que pesaren indicios de responsabilidad criminal y, al mismo tiempo, se les supusiere riesgo de fuga.
Pues bien, esta última concomitancia entre indicios –concepto maleable donde los haya–y el también elástico periculum in mora constituye el quid de la cuestión, para cuyo pronóstico el legislador señala parámetros de inexcusable observancia: situación familiar, laboral y económica del imputado, su arraigo, estado social y antecedentes, gravedad del delito y de su pena.... En cuanto a la forma de la detención, el otro precepto citado, objeto de reciente reforma, obliga a que se practique «en la forma que menos perjudique al detenido en su persona, reputación y patrimonio» (les aseguro que la cita es textual) y a que de forma inmediata se le informe de los hechos que se le imputan y de las razones que aconsejan su privación de libertad. Este último deber de información es incumplido sistemáticamente por la policía. Y nunca se olvide que, tratándose de la libertad individual, su restricción obliga a la ponderación detallada de las circunstancias concernientes a cada individuo que deba soportarla, lo que de antemano proscribe las detenciones formularias y masivas. Toda privación de libertad que no observe rigurosamente las pautas que anteceden se convierte en arbitraria y es susceptible de integrar el delito de detención ilegal tipificado en el art. 530 del Código Penal.
Sin embargo, en un claro desafío a los imperativos legales, el día a día nos muestra la burocratización de la detención hasta el punto de que en los inicios de un procedimiento penal el calabozo parece convertirse en regla y la libertad en excepción. Y nada mejor para demostrar tal desacato constitucional que contemplar las recientes –la última, recentísima– macrooperaciones policiales, de nombres tan pretenciosos como estúpidos, en esta nuestra provincia de tan buen sol y parece que de mejores chorizos. En alguna de ellas –la del níveo cetáceo-, decenas de señoritas fueron introducidas a bulto en furgones policiales con destino al calabozo por el gravísimo delito de desempeñar funciones administrativas en un bufete de abogados. O ¿tal vez pesaban indicios criminales contra cada una de ellas? De otro lado, parece que no hay redada policial que se precie si a su cabeza no aparecen varios notarios arrestados (con Amelia de comodín) que ofrecer a los voraces medios de comunicación como si ello escenificase una premeditada parafernalia. La enorme indignación que me invade (no confundir con un corporativismo del que soy acérrimo enemigo) no invita precisamente a pronunciarme en estos momentos. Tiempo habrá. El Consejo General del Notariado (ese mismo que no defendió la institución a su cargo ante el dantesco e injusto asalto a la notaría que regento –obsérvese: hablo de Notaría y no de notario, que para mi defensa me basto y sobro–) se ha limitado a emitir unas conciliadoras notas de prensa recordando la presunción de inocencia de los detenidos y mostrando un respeto absoluto por las decisiones de los respectivos jueces instructores, notas que no son sino proclamas acomodaticias y timoratas, cuando en su lugar se imponía una enérgica repulsa en cuanto a la forma y, casi con toda seguridad, en cuanto al fondo.

"El Consejo General del Notariado se ha limitado a unas conciliadoras notas de prensa recordando la presunción de inocencia de los detenidos y mostrando respeto absoluto por las decisiones de los jueces instructores, cuando se imponía una enérgica repulsa en cuanto a la forma y, casi con toda seguridad, en cuanto al fondo"

La presunción de inocencia es literalmente masacrada a diario por quienes deberían salvaguardarla. Y tampoco ha de mostrarse respeto alguno por tales decisiones judiciales ni menos aún por ciertos individuos de la policía que las instigan y ejecutan de forma peliculera, desmesurada y abusiva (incluidos innecesarios esposamientos de personas desvalidas, al margen de la abyección de su conducta). El Estado de Derecho sólo obliga a acatar las resoluciones judiciales por imperativo legal. Pero el respeto implica un acatamiento moral al que jamás pueden hacerse acreedoras ciertas actuaciones judiciales o policiales exponentes de una incontrolada omnipotencia y presididas, amén de por inconfesables prejuicios anímicos, por una crasa ignorancia acerca de la función notarial (de cuya ignorancia está siendo víctima quién esto escribe hasta extremos inimaginables) e imbuidas de un exacerbado designio de eficacia y notoriedad a toda costa.
En el caso de los notarios detenidos, y al margen de que la imputación de que se les hace blanco es tan dañina como poco seria (consecuencia sin duda del intervencionismo de la máquina totalitaria del Estado que pretende integrar veladamente a los notarios en su aparato policial), cabe preguntarse: ¿existen indicios racionales que hicieran suponer el riesgo de fuga o la destrucción de fuentes de prueba o convicción?. Es evidente que no. ¿Por qué se les detiene entonces?. Respuesta, por favor. Nueva interrogante: ¿Se ha de pasar forzosamente una o varias noches en vela –amén de los inevitables ayuno y abstinencia– en los tétricos calabozos policiales antes de declarar ante el juez, declaración que en tal caso se desarrollará en pleno estado de conmoción psíquica?. De nuevo demando respuesta.
Ni que decir tiene que si un notario delinque en el ejercicio de la función que le es propia debería ser objeto de una punición cualificada y paralela a su grado de formación y responsabilidad, y de modo especial en el caso deque autorice una escritura a sabiendas de la procedencia delictiva del precio en ella estipulado. Pero ese no es el tema. Tal como están las cosas parece que al notario se le impone una insólita obligación bajo coerción penal: la de sospechar de sus propios clientes, y ese componente subjetivo conduce a la permuta de su condición de mediador jurídico imparcial por la de servicial detective e instrumento de la presión fiscal del Estado. Por cuanto queda expuesto, he de reafirmarme: no hay que respetar decisiones tan presumiblemente arbitrarias –por su innecesidad– sino hacerlas objeto de un indignado repudio y de las pertinentes querellas criminales si se aprecian indicios de detención ilegal. Aunque, y me avala la experiencia, la admisión a trámite de tales querellas se torna dificultosa en extremo....

"Tratándose de la libertad individual, su restricción obliga a la ponderación detallada de las circunstancias concernientes a cada individuo que deba soportarla. Toda privación de libertad que no observe rigurosamente estas pautas se convierte en arbitraria"

Sres. y Sras. jueces de instrucción (y me dirijo a muy pocos, justo a los que se saben aludidos): Qué duda cabe de que la detención constituye un cómodo e infalible medio de asegurar la comparecencia judicial del sospechoso. Pero ¿a qué precio?. Tal medida lesiona extraordinariamente la autoestima y la fama del que la sufre y genera secuelas psíquicas imperecederas e irreparables. Si finalmente el detenido fuese hallado culpable su detención podría justificarse como una especie de «punición anticipada». Pero ¿y si es declarado inocente? ¿quién le devuelve la libertad física arrebatada y le repara el destrozo psíquico inferido?. Podrá alegárseme que se trata de una de las múltiples servidumbres del sistema penal pero desde luego proporciona argumentos más que sobrados para que se extreme la observancia de las garantías constitucionales y legales en cuanto a su fondo y forma.
Por todo ello, he de aconsejarles que cuando posean cualificados indicios acerca de la presunta responsabilidad criminal de una persona cítenla para declarar como imputada, pero no ordene su detención a menos que la medida resulte absolutamente indispensable ante un riesgo fundado de fuga u obstrucción. Y, de paso, aten corto a aquellos agentes de la autoridad para los que el tiempo se detuvo hace treinta años. Nunca olviden que repugna más a la Justicia y al Estado de Derecho la inmerecida privación de libertad de un solo inocente que la múltiple fuga de quienes hubieren podido ser declarados culpables. Y reflexionen, por último, sobre esta frase de Manuel Azaña: «La libertad no hace felices a los hombres; los hace, sencillamente, hombres».

(1) Este artículo del notario Florentino Agustino Rueda ha sido ya publicado en el diario SUR de Málaga. Lo reproducimos en EL NOTARIO DEL SIGLO XXI a petición expresa de su autor, que nos lo ha hecho llegar.

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