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MANUEL GONZÁLEZ-MENESES GARCÍA-VALDECASAS
Notario de Madrid

Las aguas en el mercado hipotecario español se encuentran bastante revueltas en los últimos tiempos.
Los empresarios inmobiliarios, que durante años venían felizmente nadando en la abundancia crediticia, sin encontrar el más mínimo problema a la hora de obtener financiación para afrontar el pago de los precios cada vez más desorbitados del suelo, se ven ahora mendigando un poco de liquidez de una a otra oficina bancaria. De la noche a la mañana, el grifo se ha cerrado. Y no sólo es que la habitual póliza de crédito no se vea renovada -o sólo a costa de un sensible endurecimiento de las condiciones tras una negociación a cara de perro-, sino que el promotor se encuentra con que el banco no acepta ahora la subrogación en los préstamos sobre las viviendas que ha promovido por parte de esos compradores que con grandes dificultades ha conseguido encontrar para las mismas. De repente, nuestra banca se ha vuelto muy selectiva, mientras alardea de que en España no ha habido ni habrá nunca un problema de subprime. Carentes de liquidez y con dificultades para realizar sus activos, el futuro que en breve espera a muchos empresarios del sector inmobiliario es perfectamente predecible.

Por su parte, esa gran masa de ciudadanos que han accedido en los últimos tiempos a la propiedad de una vivienda gracias a un préstamo hipotecario se ven abocados a un panorama no menos desasosegante: deteriorado el poder adquisitivo de su salario por efecto de la escalada de la inflación, están viendo cómo el interés de su préstamo y por tanto la cuota mensual que pagan al banco se va incrementando al tiempo que constatan que difícilmente podrían vender hoy su vivienda por el mismo precio que pagaron por adquirirla y que tienen todavía en su mayor parte pendiente de devolución al banco.
En semejante contexto, algunos clientes de las entidades de crédito están empezando a experimentar cómo recientes y muy publicitadas medidas legislativas que se supone deberían venir a aliviar la situación se terminan sorprendentemente volviendo en su contra. Y es que lo que algunos temíamos ya se está convirtiendo en realidad: entidades bancarias de primer orden están haciendo uso de la nueva regulación del “derecho de enervación” para obstaculizar sistemáticamente los intentos de subrogación de hipoteca a favor de entidades competidoras por parte de sus clientes. Lo cual no deja de ser una paradoja sangrante si pensamos que, en una situación de incremento de los intereses de mercado, los intentos de cambio de entidad acreedora no vienen motivados por la búsqueda de una rebaja del interés, sino de facilidades crediticias en forma de alargamiento del plazo o de ampliación de la cantidad prestada. De manera que los mismos responsables políticos que con una mano se colocan la medalla por permitir las prórrogas de plazo de los préstamos hipotecarios sin coste alguno –siempre que el banco prestamista se avenga a ello, claro- a costa del trabajo gratuito de los agentes que intervienen en la formalización y registro de la operación, con la otra mano han retocado la Ley de subrogación y modificación del préstamos hipotecarios para permitir que las entidades reacias a renegociar condiciones puedan mantener cautiva a su clientela.

"Es bueno que se sepa que esa movilización también tiene sus costes. Que acudir a los mercados de capitales titulizando es algo que pone en funcionamiento normas dictadas para proteger esos otros intereses particulares que son los de los inversores que colocan sus capitales en esos activos del mercado hipotecario secundario y que a su vez demandan una especial protección"

Y en una coyuntura como ésta no es extraño que el ambiente esté calentito y las susceptibilidades a flor de piel.
En ciertos sectores bancarios parece que han suscitado disgusto y se han juzgado poco menos que intolerables algunas opiniones vertidas desde las páginas de esta revista en relación con la reciente ley de reforma hipotecaria. Y es que ya es conocido el único papel de comparsas y cómplices que es reconocido a los juristas en el marco del nuevo orden económico mundial, y que aquello de la lucha por el derecho de que hablara Ihering es algo que pertenece al más remoto de los pasados decimonónicos, a la incorregible ingenuidad de aquellos que todavía cometen el error metodológico de pensar que el derecho quizá debería tener algo que ver con la justicia y la buena fe.
Por su parte, las asociaciones y organizaciones de defensa de los consumidores también están muy sensibles y dan muestras de una quizá desmedida susceptibilidad. La publicación y sometimiento a información pública del contenido del proyecto de un nuevo Reglamento de desarrollo de la Ley del Mercado Hipotecario que sustituya al vigente del año 1982 ha suscitado un considerable revuelo mediático. El Consejo de Consumidores y Usuarios ha puesto el grito en el cielo y ha llegado decir que la norma proyectada “sorprende y repugna socialmente”. Y ello porque la misma contiene un artículo 9 del siguiente tenor literal:
“1. Si por razones de mercado o por cualquier otra circunstancia el valor del bien hipotecado desmereciese de la tasación inicial en más de un veinte por ciento, la entidad financiera acreedora, acreditándolo mediante tasación efectuada a su instancia, podrá exigir del deudor hipotecante la ampliación de la hipoteca a otros bienes suficientes para cubrir la relación exigible entre el valor del bien y el crédito que garantiza.
El deudor, después de requerido para efectuar la ampliación, podrá optar por la devolución de la totalidad del préstamo o de la parte de éste que exceda del importe resultante de aplicar a la tasación actual el porcentaje utilizado para determinar inicialmente la cuantía del mismo.
Si dentro del plazo de dos meses desde que fuera requerido para la ampliación el deudor no la realiza ni devuelve la parte de préstamo a que se refiere el párrafo anterior, se entenderá que ha optado por la devolución de la totalidad del préstamo, la que le será inmediatamente exigible por la entidad acreedora.
2. El titular o titulares de los títulos garantizados o el Sindicato de Tenedores de los Bonos, en su caso, podrán instar de la entidad acreedora el ejercicio de la acción prevenida en el párrafo anterior, y según la opción ejercitada por el deudor primario quedará automáticamente extendida la afectación a la ampliación de la hipoteca o se les abonará el importe del título o títulos correspondientes.”
Obsérvese que, cualquiera que sea la causa de la disminución de valor del inmueble, incluso -se dice de forma explícita- si obedece al cambio de las circunstancia del mercado, la entidad acreedora tiene la facultad de exigir una ampliación de hipoteca sobre otros bienes del deudor so pena de dar por vencida por anticipado toda la deuda.

"Las variaciones de valor del bien que sirve de garantía se repercuten en todo caso sobre el deudor aunque no sean imputables al mismo, cuando se supone que al banco, como parte profesional, le debería ser exigible un mayor nivel de previsión en relación con la posible evolución del mercado de los bienes que acepta en garantía"

Y digo que la queja puede parecer un tanto desmedida y fuera de lugar -como se ha apresurado a alegar el Ministro de Economía- porque la norma en cuestión no es en absoluto nueva. Reproduce palabra por palabra el tenor del artículo 29 del Reglamento de la Ley del Mercado Hipotecario actualmente vigente y que procede del año 1982, que a su vez es una norma de rango reglamentario que tiene su cobertura y apoyo en el artículo 5.3 de la también vigente Ley del Mercado Hipotecario, que es una norma promulgada nada menos que en el año 1981, que seguiría vigente dijera lo que dijera al respecto el nuevo reglamento de dicha ley. Por tanto, se estaría reprochando al Gobierno actual algo que tiene ya cerca de 30 años de antigüedad, que procede de los tiempos nada menos que de la UCD.
No obstante, no se puede dejar de decir que, aunque la norma viene de antes, lo que sí es diferente es el contexto, la situación. En este preciso momento es cuando una norma como la expuesta muestra toda su posible virulencia. Porque nos encontramos ahora, como quizá nunca antes en fase alguna de su vigencia anterior, en una situación en que confluyen estas dos circunstancias adversas: las posibles dificultades de pago (o riesgo de ello) para muchos deudores y un comienzo de descenso de los precios del mercado inmobiliario después de una época en que los mismos quizá habían sido artificialmente inflados. Y ante ello, podemos decir que las circunstancias son las que han venido a poner ahora en vigor una norma que preexistía pero de forma irrelevante, hasta el punto de ser la misma desconocida no sólo por los profanos sino también por juristas más que cualificados.
Y si una virtud tiene esta proyectada reforma reglamentaria ha sido el hacernos reparar y llamar la atención sobre esta cuestión hasta ahora completamente inadvertida. Y ni que decir tiene que la norma legal que le sirve de cobertura, por mucho que tenga 27 años de vigencia, no es intocable, ni está exenta de una posible reconsideración en cualquier momento por parte del legislador, o del propio ejecutivo, que tan veloz y expeditivo se muestra con sus decretos-leyes cuando considera que algo realmente urge.
Por eso no me parece en absoluto inoportuno el pararse a reflexionar con cierto detenimiento sobre la norma en cuestión, su posible incidencia práctica y su justificación.
De momento, yo les propongo tres reflexiones.
En primer lugar, tenemos que plantearnos si la norma en cuestión podría llegar o no a tener realmente alguna aplicación práctica. Porque, si no, toda la preocupación y toda la alarma suscitadas huelgan.
En una primera aproximación, puede pensarse que, tal y como están las cosas, tratándose sobre todo de préstamos a particulares, no parece que ninguna entidad de crédito vaya a abrir una guerra para conseguir ampliar su garantía por esta vía. Si el deudor no suscita dudas al banco, no parece que éste vaya a inquietar a aquél por una posible disminución de valor de la finca hipotecada; y si el deudor flojea, tanto le va a dar al acreedor, porque ese deudor normalmente no podrá ni ampliar la garantía ni devolver de forma anticipada todo el préstamo. Lo único que conseguiría el banco con el ejercicio de esta acción es precipitar una insolvencia que le obligaría a dotar la correspondiente provisión.       
No obstante, tratándose de deudores empresarios con otros inmuebles libres disponibles, quizá las pasadas alegrías en la concesión de crédito se podrían pretender enmendar ahora exigiendo esas garantías que no se pidieron en su momento cuando se sobrevaloró el objeto de la garantía entonces aceptada. Hoy, la clave ante posibles insolvencias todavía latentes es la toma de posiciones más favorables ante un eventual concurso futuro, y aquí sí podría verse en esta norma un arma interesante para conseguir ese reforzamiento de la posición de aquel acreedor que ya consiguió una hipoteca a su favor.
Por otra parte, la norma tiene un aspecto que puede escapar al propio control de la entidad prestamista: la legitimación que se reconoce para instar la aplicación de esta medida a los tenedores de los bonos hipotecarios garantizados con los préstamos. En una hipótesis de eventual psicosis subprime respecto del mercado hipotecario español, no es descartable que la representación de un sindicato de bonistas pretendiera hacer uso de la facultad reconocida por nuestras leyes. Desde luego, la defensa que representantes de asociaciones bancarias españolas se han apresurado a hacer de la discutida norma muestra que a la misma se le atribuye un cierto valor estratégico y que no se considera en absoluto superflua o inane por el sector.
Una segunda reflexión vendría a ser la siguiente: ante la vigencia de una norma como la comentada, adquiere una extraordinaria relevancia el tema de la independencia y objetividad de las compañías tasadoras, pues éstas son las encargadas de apreciar la disminución de valor de mercado que desencadena la radical medida de protección del acreedor hipotecario. Y aquí venimos a encontrarnos con eso tan habitual de que la facilidad que hoy nos resulta favorable mañana se puede volver en nuestra contra. A la hora de solicitar crédito, la posible connivencia entre tasadora y entidad bancaria ha podido ser vista como algo conveniente por el demandante de crédito para conseguir ese punto de flexibilidad que permite llegar a una financiación del 100 % del precio de compra o a la no necesidad de aportación de fiadores o garantías adicionales. Sin embargo, en este nuevo contexto, esa misma posible connivencia derivada de la existencia de vínculos empresariales o comerciales entre tasadora y banco o caja pasa a convertirse en un peligro para el consumidor y para la estabilidad de todo el sistema (lo que con toda elocuencia nos enseña la crisis de las subprime en Estados Unidos). Lo cual debería hacernos reflexionar acerca de la importancia que para la transparencia y buen funcionamiento de un mercado, más allá de una mal entendida “eficiencia” cortoplacista, tiene el que los agentes “controladores” que intervienen en ese mercado realmente actúen con independencia respecto de los poderes económicos que operan en ese mercado. Algo que, evidentemente, es generalizable a otros controladores distintos de las tasadoras.                

"La publicación y sometimiento a información pública del contenido del proyecto de un nuevo Reglamento de desarrollo de la Ley del Mercado Hipotecario que sustituya al vigente del año 1982 ha suscitado un considerable revuelo mediático. El Consejo de Consumidores y Usuarios ha puesto el grito en el cielo y ha llegado decir que la norma proyectada “sorprende y repugna socialmente”"

Y la última reflexión tiene que ver con la cuestión de fondo o sustantiva que plantea la norma en cuestión. Lo que para una conciencia jurídica no deformada por el interés de parte y para cualquier profano llama la atención y “repugna” del precepto es que el mismo responde a una anómala distribución del riesgo. Así como en la clásica “acción de devastación” que reconoce el artículo 117 de la Ley Hipotecaria, la posibilidad de exigir una ampliación de garantía se liga no sólo a una disminución sobrevenida del valor de la finca hipotecada sino también a un factor causal que presupone una responsabilidad del deudor hipotecante, a una actuación dolosa o negligente imputable al mismo, en el régimen especial del art. 29 del Reglamento vigente de la LMH resulta que si esa disminución de valor obedece a circunstancias no imputables a ninguna de las partes, como sucede con una variación de las circunstancia del mercado inmobiliario, el que soporta las consecuencias desfavorables de ello es el deudor, que precisamente es la parte no profesional.
Los defensores de la norma alegan que la misma es importante de cara a la calidad crediticia de los bonos y cédulas hipotecarias que nuestras entidades de crédito colocan en los mercados de capitales. Y que de esa calidad crediticia se termina beneficiando el consumidor final de crédito español, porque si la garantía es buena, la refinanciación del banco prestamista será más abundante y a un coste inferior, y por tanto podrá ofrecer préstamos a sus clientes en condiciones también más ventajosas para éstos.
Seguro que debe ser así, pero sobre la base de semejante argumento también sería procedente desmontar cualquier normativa de protección del consumidor porque la misma siempre supone un incremento de costes para los empresarios que estos pueden terminar repercutiendo sobre sus clientes. Pero lo que sobre todo llama la atención es cómo llega un momento en que el profesional del crédito, el que intermedia profesionalmente entre los que disponen de fondos y los que necesitan dinero, termina no asumiendo ningún riesgo por esa función. El riesgo de interés no existe para el banco en la medida en que se han generalizado las cláusulas de interés variable, de manera que el cliente es el que sufre las oscilaciones del mercado mientras que la entidad de crédito tiene su margen siempre asegurado. En el caso de que los clientes comiencen a optar por intereses fijos, la nueva regulación de la compensación por riesgo de tipo de interés está claro que está buscando un efecto parecido. Y con una norma como la que ahora comentamos lo que tampoco existe, o se pretende que no exista, es el riesgo de garantía. Las variaciones de valor del bien que sirve de garantía se repercuten en todo caso sobre el deudor aunque no sean imputables al mismo, cuando se supone que al banco, como parte profesional, le debería ser exigible un mayor nivel de previsión en relación con la posible evolución del mercado de los bienes que acepta en garantía.
¿Y qué es lo que sucede en el fondo? Pues que los bancos y demás entidades de crédito cada vez son menos profesionales del crédito –con la gestión de riesgo que ello supone- y se van convirtiendo en meros comisionistas, comercializadores a comisión de unos créditos que enseguida “movilizan” de una u otra forma, traspasan a terceros en el mercado hipotecario secundario.
Por supuesto que en términos financieros y macroeconómicos esta movilización y la “desintermediación bancaria” que la misma supone es algo muy interesante, en cuanto permite allegar más recursos, más liquidez al sistema –que es lo que ahora mismo se está demandando-. Pero es bueno que se sepa que esa movilización también tiene sus costes. Que acudir a los mercados de capitales titulizando u ofreciendo como garantía las carteras de préstamos hipotecarios es algo que pone en funcionamiento normas dictadas para proteger esos otros intereses particulares que son los de los inversores que colocan sus capitales en esos activos del mercado hipotecario secundario y que a su vez demandan una especial protección. Protección ésta –con normas como la contemplada en relación con el desmerecimiento de la finca hipotecada o la que exceptúa la necesidad de notificar las cesiones de los créditos hipotecarios para su oponibilidad al deudor- cuyas consecuencias desfavorables soporta precisamente el deudor originario y que implican una importante excepción a los criterios generales del derecho de obligaciones y contratos en que éste cree moverse, y sin que nadie además le haya pedido permiso ni informado de esa movilización.
En conclusión, aunque existe una evidente conexión económica entre el mercado hipotecario primario y el mercado hipotecario secundario, en cada uno de ellos hay una parte débil que necesita protección y es preciso encontrar un equilibro entre ambas protecciones, un equilibrio que con una normativa como la comentada no parece existir, por cuanto la balanza se inclina claramente de un lado. Y no olvidemos que en una materia como la hipotecaria sí podemos decir con toda rotundidad que we all are customers.      

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