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Sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña

Los españoles, a través de unas Cortes constituyentes democráticamente elegidas y de un referéndum popular, decidimos incluir, en la Constitución que había de servir de fundamento y guía de nuestra convivencia social, un tribunal especial: el Tribunal Constitucional. El objetivo no era otro que el de crear un instrumento que garantizase la vigencia real de la norma fundamental, su supremacía efectiva y no meramente nominal, por la vía de frenar los excesos legislativos en los que pudieran incurrir las siempre fluctuantes mayorías parlamentarias.
A la vuelta de treinta años cabe concluir que el objetivo sólo se ha cumplido en parte. Recursos de inconstitucionalidad retirados –o ni siquiera presentados- como consecuencia de acuerdos o transacciones políticas (en muchas ocasiones imprescindibles para sostener Gobiernos) han impedido al Tribunal pronunciarse sobre cuestiones francamente dudosas. En otras ocasiones ha sido el propio Tribunal, presionado por circunstancias políticas y económicas singularmente graves, el que ha forzado hasta el extremo ciertas interpretaciones con la finalidad de conservar dentro de nuestro Ordenamiento leyes que, al menos a primera vista, parecían traspasar claramente los límites. Por último, el defectuoso sistema de selección de sus miembros y su excesiva dependencia del poder legislativo ha arrojado inevitables sospechas sobre la corrección técnica de algunas sentencias, por lo menos de las políticamente más polémicas.
Todo ello entra dentro de la normalidad democrática, que casi siempre es –en todas partes y no sólo en nuestro país- manifiestamente mejorable. Por eso, la denuncia de esos abusos, deficiencias o malas prácticas no ha llevado a nadie a negar legitimidad a las leyes no recurridas o discutiblemente confirmadas, negándose a aplicarlas. Los remedios a tales males deben articularse por los procedimientos legalmente previstos, so pena de socavar los fundamentos mismos del Estado de Derecho y, en consecuencia, de la paz social.

"En un Estado de Derecho, cualquier fin político, por muy aconsejable y oportuno que parezca, queda inmediatamente contaminado desde el momento en que se dejen de respetar los procedimientos legalmente previstos para obtenerlo"

Por eso resultan tan extraordinariamente preocupantes las manifestaciones vertidas en las últimas semanas sobre la posibilidad de que el Tribunal Constitucional, en su –al parecer- próxima sentencia sobre el Estatuto de Cataluña, pueda declarar inconstitucionales determinados extremos especialmente sensibles. Se ha llegado a afirmar -incluso por políticos con responsabilidad de Gobierno- que el “pacto político entre Cataluña y España está por encima de la Constitución”, como si la Constitución no hubiera sido el resultado de un pacto político entre españoles. Se ha advertido enfáticamente contra el riego de que “la letra del fundamentalismo constitucional” reemplace el espíritu de los pactos políticos. Se considera escandaloso que el TC pueda anular un Estatuto aprobado por el Parlamento Catalán, las Cortes españolas y los votantes de Cataluña. Se proponen interpretaciones “novedosas” –pese a que fueron expresamente rechazadas durante el proceso constituyente- que equiparan el rango de los Estatutos al de la Constitución. Se afirma que si la Sentencia es negativa se arbitrarán los mecanismos necesarios para atribuir por otra vía las competencias que puedan recortarse (afirmación que no parece que esté pensando en la reforma constitucional, para la que la falta de mayoría suficiente parece patente).

"El peor favor que los políticos pueden hacer a la sociedad a la que están llamados a servir es deslegitimar la norma fundamental por la que se rige la convivencia ciudadana"

No se trata de cuestionar ahora la bondad de la reforma estatutaria, sino de advertir simplemente que, en un Estado de Derecho, cualquier fin político, por muy aconsejable y oportuno que parezca, queda inmediatamente contaminado desde el momento en que se dejen de respetar los procedimientos legalmente previstos para obtenerlo. Si el Estatuto es inconstitucional, es obligación del Tribunal declararlo así, y es obligación de todos nosotros acatarlo, lo que no quita para iniciar el correspondiente camino de reforma. Pero siempre sujetándose a ese principio básico que exige ir “de la Ley a la Ley”. Nuestra historia pasada nos demuestra que, respetándolo, se puede llegar muy lejos.
Cualquier otra posibilidad acarreará necesariamente muchos más inconvenientes que los que pretende resolver, pues resulta obvio que el peor favor que los políticos pueden hacer a la sociedad a la que están llamados a servir es deslegitimar la norma fundamental por la que se rige la convivencia ciudadana. Hace más de doscientos años Edmund Burke escribía: “Las partes que constituyen un Estado deben respetar las obligaciones públicas que tienen unas respecto de otras, y todos aquellos compromisos de los que se derivan intereses importantes (…). Si fuera de otro modo se confundirían Derecho y Poder y bien pronto las leyes no serían sino manifestaciones de la fuerza victoriosa”. Independientemente del juicio que nos pueden merecer esas distintas partes, ésta es una regla que hoy, como ayer, sigue siendo válida.

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