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LOS LIBROS por JOSÉ ARISTÓNICO GARCÍA SÁNCHEZ

La fábula de una islamización progresiva sirve a Houellebecq para denunciar la crisis suicida de valores de Europa

Estamos en la Francia de 2022. Se van a celebrar elecciones presidenciales. El panorama político no ha variado demasiado. Marine Le Pen sigue comandando el Frente Nacional de ultraderecha que con la enemiga de todos las demás grupos, va incrementando adeptos. Los partidos tradicionales, socialistas y republicanos, van languideciendo en su indefinición y atonía. De pronto y como de la nada ha empezado a emerger una nueva fuerza política, Hermandad Musulmana, comandada por un islamista carismático y templado, Ben Abbes, que ha crecido con fuerza de forma vertiginosa e imparable hasta el punto de hacer insoslayable su presencia en el cómputo global. En una tercera vuelta –pues la segunda debió de anularse por actos vandálicos contra algunas urnas de origen no confesado- los partidos tradicionales, en su habitual indolencia y banalidad, con tal de cerrar el paso a la ultraderecha del Frente Nacional, apoyan al partido islamista y Mohamed Ben Abbes se convierte en el nuevo Presidente de Francia. Comienza de inmediato la islamización del país. Primero la educación, la Universidad, La Sorbona, los profesores o se convierten al Islam o han de jubilarse, eso sí con una jugosa jubilación, no importa el coste, pues el flujo de dinero desde los Emiratos Árabes es inagotable. Todo se transforma y vuelve al pasado, un capitalismo de estado, anunciado como tercera vía acosa a las multinacionales y favorece el trabajo artesanal, se potencia a la mujer hogareña,  vuelve  la poligamia, la lapidación, el matrimonio de conveniencia, desparece el erotismo, se multiplican los monoteístas... En poco tiempo el sistema se propaga por Europa. El partido Fraternidad musulmana participa pronto en coaliciones de Gobierno en Inglaterra, Holanda y Alemania, y aprovechando la debilidad política interna se ha impuesto ya en Bélgica. Turquía ya forma parte de la Unión Europea, han pedido su ingreso Marruecos, Argelia y Túnez y se han iniciado contactos con Líbano y Egipto. El objetivo, la verdadera ambición de Ben Abbes es que el Islam reproduzca el que fue Imperio Romano para convertirse en el primer Presidente electo de esta Europa ampliada, la Eurabia. El narrador, profesor de la Sorbona, encarnación como casi siempre en sus novelas del más genuino Houellebecq, después de algunas reflexiones turbadoras y angustiosas, advierte la derrota por la indiferencia y la desidia política generalizada, entiende que todo se ha perdido, se rinde... y acepta el Islam, o lo que es lo mismo, la sumisión, que es lo que esa palabra significa.

"Fue tal la expectación de 'Sumisión' que antes de aparecer en librerías, ya había sido pirateada. A los cinco días se habían vendido 120.00 copias, y al mes, solo en Francia, 345.000"

Ese es también el título de esta nueva obra de Michel Houellebecq, Sumisión (Anagrama, mayo 2015), una novela de augurios, mejor de presentimientos. Apareció en París el 7 de Enero y era tal la expectación que había despertado que antes de aparecer en librerías, ya había sido pirateada. A los cinco días se habían vendido 120.00 copias, y al mes, solo en Francia, 345.000. Durante meses ha encabezado la lista de ventas en Francia, Italia y Alemania, y ello a pesar de que tras el atentado contra Charlie Hebdo que tuvo lugar el mismo día de la aparición de la obra en las librerías, el 7 de enero, el autor suspendió de modo fulminante la promoción de su obra.

"No es un fabulador ni un narrador de historias.  Estas son solo pretextos  para descargar su sarcasmo, su látigo, su feroz crítica social, y para describir el que considera inexorable suicidio de Occidente"

Aparentemente es una obra de política-ficción que podría encuadrarse en la línea de Un mundo feliz o de 1984, pero Houellebecq nunca sube al mundo imaginario por el que campa el discurso de Orwell y Huxley, ni estos autores tienen la fuerza del francés. No son lo mismo.
Houellebecq tiene los pies en la tierra, muy asentados en el mundo que le rodea, y la fábula, la historia, el argumento, la trama de su obra, aunque sea imaginaria, nunca importa nada. Ni en este caso ni en el de su obra anterior. Houellebecq no es un fabulador ni un narrador de historias. Estas --endebles casi siempre- son solo pretextos para descargar toda la artillería de su pensamiento, su sarcasmo, su látigo, su feroz crítica social, y para describir con saña y delectación a un tiempo el que considera inexorable suicidio de Occidente.
Houellebecq es pesimista. Piensa que Occidente esta llegando a su fin, que esta socialdemocracia agonizante regentada por dos partidos políticos, los tradicionales, llamando ambos a la puerta del centro sociológico de unos ciudadanos indiferentes, ha perdido todo su vigor y solo genera abulia y pesimismo. El prototipo de esta ciudadanía sería el protagonista de la obra, un profesor de la Sorbona descreído y misántropo, con tendencia a la depresión, que como siempre en su obra encarna al propio Houellebecq, quien, como ya se ha dicho, aprovecha el endeble armazón de la invasión islámica para fustigar y estimular a una sociedad abocada insensiblemente al abismo de la nada, casi donde él esta,

"En su protagonista quiere estereotipar  a la sociedad media francesa, incluso a la europea, que se recrea en su pasividad y su indolencia,  y contempla sin pestañear el avance de quienes amenazan con barrer del mapa las tradiciones culturales de Occidente"

Porque Houellebecq es un desarraigado, no cree en el matrimonio, reniega de la familia, del amor paterno, incluso del amor filial por su egoísmo implacable, y considera que estas instituciones han conducido a la sociedad a un esquema de perfecta inanidad. Pero siempre le queda un leve toque de misoginia.
Tampoco cree en la nación ni en el patriotismo, que para lograr la incandescencia necesita enemigos. Ni en el credo político de Occidente, que se ha dotado de un sistema electoral bipartidista que es poco mas que un reparto de poder entre dos bandas rivales pero que llega a declarar guerras para imponerlo a países que no comparten su entusiasmo por el sistema. Pero también queda en el aire un sutil toque de condescendencia con la extrema derecha, única defensora de los valores identitarios de Francia.
Ni en la religión. Vaticina que el humanismo ateo, sobre el que reposa el vivir juntos laico que actualmente se practica, está condenado a corto plazo por el avance imparable de las poblaciones monoteístas que se multiplican sin cesar. Y aquí le asoma cierto toque de racismo islamófobo.
La carga pesimista de este ideario se va acrecentando a medida que avanza la novela. Ben Abbes, que se había presentado como moderado, y no practica la violencia, gobierna de forma rabiosamente reaccionaria y retrograda. Al profesor protagonista --el propio Houellebecq—le invade el desánimo, se deprime, incluso se derrumba, se aproxima a veces al suicidio sin sentir desesperación ni siquiera tristeza, simplemente por una lenta degradación de esa suma de funciones que resisten a la muerte. En su protagonista quiere Houellebecq estereotipar a la sociedad media francesa, incluso a la europea, que se recrean en su pasividad y su indolencia, y contemplan sin pestañear el avance de quienes amenazan con barrer del mapa las tradiciones culturales languidecientes de Occidente.

"Houellebecq mantiene su cinismo, su sarcasmo y su amargura existencial. También su agudeza y su frescura para levantar el velo a la hipocresía, al falso pudor y para denunciar el papanatismo rampante"

La obra está trufada de simbolismos. Las dos magrebíes con burka que el profesor encuentra en el aula al comienzo del curso evocan los dos primeros pájaros que Hitchcok colocó en su película para iniciar como aquí la inquietud. La primera huida del protagonista es a Martel, el pueblecito que recuerdas a quien en el siglo VIII frenó la invasión islámica. Rediger, el profesor converso, nuevo rector de la Sorbona se traslada a vivir al palacete en que se escribió la famosa novela apologética de la sumisión de la mujer, Histoire d’O. Más forzado está en ocasiones el paralelismo con el que juega de forma permanente Houellebecq con el escritor Joris Karl Huysmans, epígono del decadentismo decimonónico al que el protagonista dedicó su tesis y del que es especialista, y que evolucionó desde un naturalismo espiritual a un ocultismo satánico para terminar convirtiéndose al catolicismo y profesar como oblato –sirviente- en la abadía benedictina de Ligugé. Simbólicas son también las pérdidas progresivas que van desnudando al protagonista, primero su amor, una judía que huye a Israel con su familia en cuanto gana Ben Abbes, después su padre y su cátedra, y al final los residuos de su escasa fe católica que no logró recuperar en la abadía donde se retiró Huysmans y donde acudió en peregrinación desesperada en un vano intento para recuperar alguna tabla que le salvara del naufragio.

"No es  novela pura, es un cocktail de profecía, tesis, ensayo, autobiografía, sátira y ficción. También podría llamarse  reality-show de advertencia, burla y cinismo"

Como todas las anteriores Sumisión es una obra  mordaz pero rabiosamente actual. Houellebecq mantiene su cinismo, su sarcasmo y su amargura existencial. También su agudeza y su frescura para levantar el velo a la hipocresía, al falso pudor y para denunciar el papanatismo rampante, como hizo en su obra anterior cuando delató a los que se embobaban frente al mapa sin advertir que la verdad está en el territorio que representa.
Sumisión no es tampoco una novela de corte clásico, no habría que decirlo. No hay personajes. Solo el profesor, sosias del escritor, obsesionado con Huysmans como paradigma del nihilismo y el surrealismo. Y su antagonista, Rediger, el profesor mediocre, contrapunto de Huysmans, que antes fue identitario (ultra) europeo y que ahora acepta, se somete, se convierte al Islam y termina de Rector de la Sorbona,  el papanatas de turno en cuya boca pone Houellebecq largos discursos plagados de sofismas justificativos de la superioridad del Islam, en realidad de su conversión, que Houellebecq transcribe en clave irónica. No es novela pura, no, pero ¿qué importa? es un cocktail de profecía, tesis, ensayo, autobiografía, sátira y ficción. También podría llamarse reality-show de advertencia, burla y cinismo. Y en ella Houellebecq, que nunca escribe sin intención, se manifiesta como lo que es, un exponente del pensamiento de gran parte de las élites intelectuales europeas. Toda su obra es un trasunto de soledad existencial y socialismo nihilista. No se puede negar que Nietzche es el filósofo que mayor influencia ha ejercido en las generaciones subsiguientes, y desde luego en el caso de Houellebecq es una evidencia confesada, le cita en su apoyo y le llama ese viejo cabron en una mezcla de complicidad y cercanía.

"Estas reflexiones flotan en el ambiente de gran parte de la  intelectualidad europea rebelde, negativista"

Para este autor Europa y su tradición están agotadas, la civilización occidental ya no cree en si misma, se ha suicidado, no se respetan las jerarquías naturales, corroídas por el relativismo moral y la banalización del mal. Europa se ha suicidado, la causa son los movimientos anarquistas y nihilistas con llamamientos a la violencia, y la negación de toda ley moral. No falta quien piensa que entre este nihilismo y el liberalismo como doctrina única han privado a los hombres de una razón histórica colectiva que diera a sus vidas un sentido seguro y firme. No sirve el capitalismo que al carecer de enemigos exteriores genera su propio veneno y unos impulsos suicidas. Tampoco la cultura, que ha pasado a ser un entretenimiento de la clase culta y ha perdido toda relevancia para sostener los fundamentos de la sociedad sobre su discurso. Ni la Iglesia católica que en la Edad Media fue grande, sí, pero que tuvo que transigir con el racionalismo, renunciar a someter el poder temporal.... y poco a poco se condenó, incapaz de frenar la degradación de las costumbres. Nada hay en Europa ya que pueda encabezar su rearme moral y familiar, y ahora con la llegada masiva de inmigrantes no está en condiciones de salvarse a sí misma. Toda una carga explosiva contra los valores incluso los más intocables de la civilización occidental.

"Son intentos de dar la última batalla de la que consideran empresa francesa de iluminación del hombre"

Lo preocupante es que estas reflexiones no son solo de él, flotan en el ambiente de gran parte de la intelectualidad europea rebelde, negativista, que se califica de subversiva si viene de la extrema izquierda y de reaccionaria o corrosiva si procede de la derecha. Nada puede extrañar por ello la creciente aceptación y difusión entre la progresía francesa de un filósofo también maldito, autor ya de una treintena de obras cargadas  de un individualismo anarquista y disolvente, promotor de un capitalismo libertario contrario al liberalismo convencional, y apologeta de la resistencia y la insumisión, (Politica del rebelde, Anagrama, 2011), autor, entre otros, de una contrahistoria de la filosofía que enaltece a los filósofos malditos,  de un tratado de ateología contrario a cualquier tibieza en la profesión del ateismo, y de un ensayo contra el psicoanálisis que condena a Freud y rebaja su método a la condición de placebo.
Este autor –ya lo habían adivinado—que lleva veinte años en candelero es Michel Onfray, también cortesano del negativismo de Nietzche, también apologeta del nihilismo y de la razón extrema, que propone un desmontaje filosófico total y el traslado forzado de la mente a una norma metafísica virgen al otro lado de la escenografía de un teatro universal saturado de superstición y respetos ancestrales. Onfray en su Tratado de ateologia (Ed. Anagrama 2006), propuso una ruta que va más allá de la laicidad, un avance para descristianizar la ética, la política y todo lo demás, incluso la propia laicidad, abandonando el relativismo que en el fondo da al mito, a la fábula el mismo peso que a la ciencia y a la razón.

"En seguida se advierten las coincidencias: un racionalismo a ultranza compaginado con una ética hedonista y laica"

Son intentos de dar la última batalla de la que consideran empresa francesa de iluminación del hombre, llevando a sus últimas consecuencias las propuestas de aquella Enciclopedia, la de Diderot,  reprimida, de aquella Revolución, la del 89, refrenada, y de aquel mayo, el del 68, malogrado. Son lo que Onfray llama luces radicales, ultras de la razón, (Los ultras de las luces, Anagrama 2010) que niegan la exclusiva del pensamiento a los filósofos de chorreras y encajes y trasladan al pueblo miserable y desgraciado los medios para su propia emancipación, para que celebren la voluptuosidad sin remordimiento, y para que practiquen el hedonismo, la ética laica y la revolución ontológica.
En seguida se advierten las coincidencias: un racionalismo a ultranza compaginado con una ética hedonista y laica. En el fondo un nihilismo desbocado, y una persecución incendiaria de los valores acrisolados por la civilización de occidente. Que se podrán revisar o jerarquizar, pero cuya pérdida no conduce al hombre a sitio alguno.

"Serna nos advierte, en forma erudita de los peligros de la hipertrofia del intelecto, condena casi con seguridad a un pesimismo irredento, el que destilan Onfray y Houellebecq"

Es la apoteosis de la razón desbocada, que inició Hegel cuando afirmó que solo el concepto y el saber son la ruta para llegar al conocimiento, porque –decia- el pensamiento intuitivo y poético solo llenan el mundo de combinaciones arbitrarias de la imaginación, aunque paralelamente otros, como  Schopenhauer, sostuvieran la superioridad de la intuición sobre la abstracción y sugirieron que quizá las mentes inferiores se refugiaban en la especulación abstracta para ocultar su incapacidad, dando aire al dicho irónico alemán de que lo que es oscuro debe ser profundo.
Esta exaltación racionalista es peligrosa. Ya dijo Goya que la razón abandonada a su propio impulso creaba monstruos. No está de más a los que divinizan la razón recordar los mitos de Sísifo y Prometeo, y más acá echar una ojeada al reciente ensayo del autor mejicano Enrique Serna, Genealogía de la soberbia intelectual (Taurus, Madrid 2014) que nos advierte, en forma erudita, quizá en exceso erudita, de los peligros de la hipertrofia del intelecto, que puede ser nocivo para el espíritu y condena casi con seguridad a un pesimismo irredento.  Tal vez el que destilan Onfray y Houellebecq. Pero esta es otra cuestión.

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