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No vamos a entrar en la polémica sobre qué es realmente  progreso, cuándo saltar una barrera es realmente progresar o  quién ha sido el protagonista de  cada uno de los avances de la humanidad en lo últimos siglos.
Por otro lado tampoco corresponde a la institución notarial marcar el rumbo del progreso de la humanidad. Pero sí le corresponde estar alerta para no perder el tren que la sociedad periódicamente fleta en pos de nuevas conquistas sociales.
Los orígenes del Notariado, cuya partida de nacimiento no fue librada por el poder constituido sino por la propia sociedad civil que lo reclamaba,  dotaron a la institución de  unos perfiles que le permitieron durante siglos acomodarse con naturalidad y sin esfuerzo a las nuevas demandas sociales. Incluso, su independencia funcional y su permanente simbiosis con los ciudadanos de a pie,  le ha permitido ir por delante de las decisiones del legislador anticipando marcos de progreso acordes con  las nuevas coordenadas que las previsiones de futuro iban marcando.
Esta regla, compatible por su carácter neutro con cualquier credo, ha sido operativa con los gobiernos de cualquier signo,  incluso los autócratas, con  una especial significación con los gobiernos progresistas  en  los que el Notariado encontró por lo general mayor sensibilidad en lo que afecta a derechos ciudadanos, prueba de lo cual es que solo ellos han abordado hasta ahora las reformas del Reglamento de los notarios.
Recordemos que  con la llegada del primer gobierno socialista en 1982 fue posible  introducir en el Reglamento Notarial, avances inconcebibles algunas décadas antes. Por ejemplo poner en el mismo plano que la libertad el principio de igualdad de los ciudadanos en materia de contratación, considerando, en aplicación de una lógica incontrovertible, que la prestación de consentimiento solo será es equilibrada cuando se acredita, además de la tradicional libertad real de los contratantes al consentir, también una  igualdad real en cuanto a conocimientos y valoración jurídica de las consecuencias del negocio, prohibiendo al notario autorizar los contratos cuando su celebración no  haya sido equilibrada y encomendándole para ello la obligación de adoptar en el contrato una posición activa mediante la información, el asesoramiento y el consejo al mas necesitado hasta lograr esa igualdad real. Se introdujo así en la proverbial imparcialidad y secular ecuanimidad  del notario una novedad tan  impensable como era una discriminación positiva a favor de la parte más débil del contrato.  Discriminación que fue complementada con otra novedad: otorgar el derecho de elección del notario no a ambas partes como había ocurrido antes, sino a la más desfavorecida, es decir al  consumidor. Fue una reforma de gran avance social y, qué duda cabe, realmente progresista.

"Los orígenes del Notariado dotaron a la institución de  unos perfiles que le permitieron durante siglos acomodarse con naturalidad y sin esfuerzo a las nuevas demandas sociales"

Las recientes reformas que afectaron al estamento y función notariales en los últimos años, como la Ley 55/99 que integró a notarios, agentes y corredores, la Ley 14/2000 que estableció un nuevo régimen disciplinario, la Ley 59/03 o las dos leyes 24 de 2001 y 2005 que introdujeron las nuevas tecnologías en el quehacer notarial, las leyes antiblanqueo etc. habían hecho inaplazable otra e importante reforma reglamentaria.  Pero a pesar de los continuos requerimientos de los notarios, a pesar de que la Ley 55 antes citada establecía un mandato legal en tal sentido, nunca el gobierno conservador, al parecer  por presiones de otros cuerpos, quiso acometer la reforma durante ese quinquenio.
Otra vez ha tenido que ser el nuevo gobierno el que ha decidido afrontar la reforma del reglamento de los notarios. Pero lamentablemente esta vez la reforma no ha seguido la línea del progreso sino la contraria, la involutiva. Nada ha ganado el Notariado en su conjunto con esta reforma y nada ha ganado la sociedad con su promulgación.
Muy al contrario. Ha perdido la sociedad porque ha visto cómo se perpetúa la vieja  concepción utilitarista o patrimonial de la fe pública cerrando el paso a la concepción progresista que se abre paso en la sociedad de todo el mundo de una fe publica como derecho del ciudadano y servicio público integral, manteniendo en cambio y haciendo más hirientes las aristas  de anteriores  concepciones autoritarias (véase como ejemplo el nuevo artículo 79 b),  que en supuesto de ascensión vertiginosa en el escalafón inhabilita a "spiderman" volver a concursar, al parecer lo importante,  pero no para impartir fe pública, al parecer cosa secundaria).
Y ha perdido también con la reforma la corporación notarial a la que  se obliga a regirse, en contra de sus aspiraciones constantemente manifestadas en Congresos, simposiums, encuentros y a través de las Asociaciones  que constituyen la  sociedad civil del notariado, por un sistema presidencialista que, entre otras lindezas, reduce la participación democrática, aumenta el autoritarismo y favorece la falta de transparencia.
Se ha estructurado así con la reforma un armazón corporativo que, como es voz común, resultará  menos hábil para que la corporación preste la fe pública conforme a las orientaciones constitucionales y los principios marcados por la sociedad del siglo XXI.
Nada hay de progreso en esta reforma reglamentaria, que, muy al contrario, entraña  una lamentable recesión. ¿Dónde quedó el talante progresista? ¿Cómo es posible que estas reformas estén realizadas, o al menos avaladas por un gobierno de que hasta ahora se había distinguido por tratar de profundizar en los derechos ciudadanos? No podemos hacernos eco de esos maledicientes que aseguran que los que proponen programas de progreso y democracia participativa por los ciudadanos, con los hechos demuestran que consideran preferibles las estructuras autocráticas y los gobiernos autoritarios y oscurantistas. No podemos creer en tanta malicia ni en tanta ignorancia.

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