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JUAN CRUZ
Periodista

Mario Benedetti vive de nuevo en Uruguay; hasta hace algún tiempo alternaba sus estancias en Montevideo y en Madrid, pero ahora está casi siempre en la ciudad donde se hizo un escritor, y una persona. Vive en la avenida a la que da nombre un héroe de la resistencia política de su país, Zelmar Michelini, casi esquina con Dieciocho de julio, que no tiene nada que ver con nuestro 18 de julio. En el quiosco que está debajo de su casa venden libros de Unamuno y de Cortázar, y de Benedetti, y una mañana me encontré al quiosquero, que es de izquierdas, como Benedetti, subrayando Del sentimiento trágico de la vida, de Miguel de Unamuno.
A Benedetti le fuimos a ver con Chus Visor, su editor de poesía; aparte de noticias de nuevos libros, Chus le llevó algunas novelas, y yo le llevé otros libros, entre ellos uno de haikus japoneses, porque desde hace unos años –desde que los descubrió en Borges—este gran montevideano hace también haikus. A Chus no le gustaron mucho los haikus que le llevé a Benedetti, pero al día siguiente el maestro ya se los había leído, y me los releyó divertido en su estudio silencioso, donde hay dos fotografías, una del padre y otra de la madre. El estudio de Benedetti da a la luz de la calle, está tapizado de libros antiguos y modernos, ajenos y suyos; esa biblioteca muy bien seleccionada está siendo ordenada ahora por un amigo suyo, que de lunes a viernes le ve escribir o leer o tratar de poner en orden recuerdos bellos y recuerdos tristes.
Ahora le acompaña mucho, en esa casa, su hermano Raúl, que tiene ocho años menos que él, y que es un gran apasionado por las caricaturas. Mario tiene bigote, desde siempre, y un pelo ondulado y persistente, que a pesar de las canas de la edad sigue teniendo los reflejos de un hombre que debió de ser de pelo castaño. Y Raúl se le parece muchísimo; tiene el pelo más liso, y usa barba casi completa, y unos lentes algo ahumados que acaso ahondan su mirada pícara, aun más pícara que la de su hermano. Pero los dos tienen un semblante casi idéntico; podrían sustituirse en cualquier acto público, de esos multitudinarios en los que Benedetti parece una estrella de rock, y nadie notaría la diferencia.
Raúl es un gran amigo de su hermano. Ahora le apoya con un calor, y una calidad, insuperable; Mario acaba de perder a su mujer, Luz, que fue un amor de juventud y siguió siéndolo hasta su fallecimiento reciente. Luz era una mujer excepcional, tranquila, risueña siempre, era la espera y la esperanza de Benedetti. Su fallecimiento no era inesperado, después de una enfermedad dolorosa y cruel que a ella la mantuvo fuera del mundo, ante la desolación del escritor de Inventarios.
Esa herida es visible en el alma de Benedetti, como es natural; nosotros estuvimos con él en varias ocasiones estos días de Montevideo, y pudimos percibir esa huella ya en la intimidad de la casa, en algunos momentos en que el poeta hizo de la soledad, como en los poemas, la referencia de la vida. Nos quedamos solos, y siempre hay que aprender a vivir en soledad. Fuimos con él al puerto, a comer, paseamos cerca de su casa, fuimos a San Rafael, su restaurante vecino, donde tratan a los dos hermanos como los parroquianos más queridos de la casa. En el restaurante saben, por ejemplo, que Mario nunca podría comer nueces, ¡lo matarían!, y Raúl no puede comer remolacha, ¡le parece la comida de Drácula! Esta de Raúl es una fobia infantil, como la de quien no puede mirarse en los espejos, pero el rechazo de las nueces, para Mario, es algo mucho más físico, si las ingiere, en cualquier forma –en ensalada, en helado— podrían amenazar su vida. Le ha ocurrido a veces, le sigue ocurriendo.
Le hice a Mario una larga entrevista; sentado en su silla de siempre, me soportó durante dos horas de preguntas que fueron de su infancia a su momento actual, pasando por la larga y dolorosa experiencia del exilio, y del desexilio, que le llevó de nuevo, en medio de una gran emoción suya y de su gente, a Montevideo. En España, donde vivió uno de sus exilios, vivió, y ahí tiene su casa, en la calle Ramos Carrión; echa de menos Madrid, y acaso vuelva el año próximo, lo quiere, pero ha de resolver tantos trámites, está tan ocupado por la vida diaria, y por otra parte le gusta tanto Montevideo… No es extraño. La ciudad, la que le resulta más cercana, y el país, ese paisito que ahora vive un lento destello de esperanza, son para él el alimento de su vida, de su memoria y de sus deseos; Luz le fue a buscar por el mundo, y luego regresaron a este lugar de sus mejores recuerdos, ya en la paz de la libertad. Chus le estuvo animando, como siempre, a volver a su casa de Madrid; le estuvo contando cómo le echan de menos sus amigos, y él le miró con esa gratitud dolorida con la que ahora mira hacia el pasado inmediato. Ha perdido mucho, la mitad de sí mismo, mucho más, dice, con la muerte de Luz. Hay golpes en la vida tan fuertes, decía César Vallejo. El poeta de Montevideo lo sabe bien, y lo ha conocido otra vez, dolorosa, implacablemente.
Cuando nos fuimos, mientras nos despedíamos en la calle Zelmar Michelini, el día en que se conmemoraban los treinta años del asesinato del demócrata uruguayo a manos de la dictadura militar, miré los ojos de Mario, entrañables, vivos y tristes. Le dejamos con su hermano, con algunos de sus amigos –allí estaba su biógrafa, Hortensia Campanella, directora ahora del Centro Español en Montevideo--; nunca estará solo, pero la soledad que siente ya no la puede llenar nadie.

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