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MANUEL GONZÁLEZ-MENESES
Notario de Madrid

FACETAS DE LA CRISIS ECONÓMICA

A mediados del pasado mes de septiembre un número considerable de familias españolas se descubrieron de la noche a la mañana involucradas en la crisis financiera internacional de una forma mucho más directa y contundente de lo que hasta entonces habían pensado. Por entonces, muchos clientes de banca privada o incluso de simple banca comercial recibieron unas amables cartas de su respectiva oficina bancaria comunicándoles su condición de acreedores concursales en la quiebra de Lehman Brothers Treasury Co. B.V., la filial para Europa con sede en Holanda del homónimo banco estadounidense de inversiones, condición derivada del hecho de ser titulares de unos determinados bonos en cuya adquisición habían invertido importantes cantidades por sugerencia de la oficina bancaria correspondiente y de los que resulta que el “emisor” era precisamente la citada entidad quebrada. Y así, muchos ahorradores españoles se han encontrado no simplemente afectados indirectamente por la onda expansiva de una lejana crisis foránea, sino en el mismísimo ojo del huracán financiero internacional, por el que se han ido, como por un sumidero, una parte, para algunos muy considerable, de su ahorros.

Y es tal el número de afectados y la dimensión económica del asunto (se está hablando de en torno a unos 1.500 millones de euros), que este penúltimo de nuestros escándalos financieros ha encontrado un sonoro eco no sólo en múltiples sitios de internet -donde se puede encontrar un verdadero torrente de información y testimonios de los damnificados-, sino también y durante varios días en las portadas de los diarios de mayor difusión nacional.

"En la crisis y fiasco particular de los bonos estructurados están presentes todos esos factores generales que han concurrido para provocar lo que ya se considera como una crisis estructural de todo el sistema financiero vigente durante las últimas tres décadas"

Pues bien, esta crisis de los “bonos estructurados”, aparte de lo que para muchos pueda suponer de perjuicio particular más o menos inicuo e incluso de drama humano, es una historia sumamente aleccionadora. Siendo tan solo un episodio menor en el marco de una convulsión y crisis de mucha mayor envergadura, nos enseña muchísimo sobre las causas y el significado de toda esta crisis financiera más general en que nos vemos actualmente envueltos. Y es que en la crisis y fiasco particular de los bonos estructurados están presentes todos esos factores generales que han concurrido para provocar lo que ya se considera como una crisis estructural de todo el sistema financiero vigente durante las últimas tres décadas: la liberalización de los movimientos de capitales con la consiguiente globalización y deslocalización de los mercados, la desregulación de las operaciones financieras que ha permitido el desarrollo de la más alambicada ingeniería financiera (la movilización de activos crediticios de todo tipo y calidad mediante las técnicas de “titulización”, la generación de sofisticados activos financieros “estructurados” cuya rentabilidad se vincula a la evolución de determinados índices y cuya cobertura se construye con una cadena de swaps sobre derivados financieros como opciones de compra o de venta de valores), la confianza en la capacidad “autorreguladora” del mercado mediante instancias privadas como las entidades de tasación o las agencias de rating, que a la hora de la verdad han resultado ser muy poco fiables, la confianza a veces ciega y temeraria por parte de muchos inversores en una perpetua evolución favorable de los mercados, y por encima de todo, un diseño de negocio basado en el cobro de comisiones e incentivos por la colocación indiscriminada de productos. Todo esto, que está presente como causa de la crisis financiera general, lo encontramos como concentrado en esta crisis particular de los bonos estructurados.
En cualquier caso, la correcta valoración de lo sucedido requiere –para todos los que somos profanos en tecnología financiera- una mínima explicación sobre lo que financiera y jurídicamente son estos dichosos bonos estructurados.
Se trata de un producto de última generación de ingeniería financiera: un activo financiero cuya rentabilidad y duración se vinculan a la evolución de un índice bursátil o de la cotización de uno o varios valores cotizados determinados (los valores subyacentes). Así, por ejemplo, una determinada entidad bancaria española venía comercializando unos bonos con un valor nominal de 1.000 euros por unidad (con una inversión mínima por cliente de 50.000 euros) cuya rentabilidad y duración dependían de la evolución de la cotización de las acciones del BBVA y de France Telecom (dos entidades diferentes tanto de la emisora del bono como de la comercializadora). El bono del ejemplo tiene una duración máxima de 8 años, pero es “autocancelable” anualmente si la cotización de los dos valores subyacentes supera o iguala la cotización que tenían los mismos en el momento inicial. En concreto, el funcionamiento es el siguiente: cuando vence el primer año de vida del bono se verifica si la cotización de los valores subyacentes está por encima o por debajo de la que se tomó como referencia en el momento inicial; si la cotización de los dos indicados valores se mantiene igual o por encima de la inicial, entonces el bono se amortiza y el inversor recibe el principal invertido más un cupón del 22,50% del principal; si la cotización de alguno de los dos valores de referencia ha bajado respecto de su cotización inicial, el bono continúa vivo pero no se paga ningún cupón sino que hay que esperar a ver lo que pasa al año siguiente. Al finalizar el segundo año se realiza la misma operación: si entonces la cotización de los dos valores se ha recuperado e iguala o supera la inicial, el bono se amortiza y se paga además del nominal un cupón consistente en un 22,50% por cada uno de los años transcurridos, en este caso dos; si alguno de los dos valores sigue por debajo de su cotización de partida, la vida del bono se prorroga otro año y se continúa sin cobrar cupón. Y así año tras año si no se recupera la cotización de los subyacentes hasta que llegamos al año 8, cuando necesariamente se amortiza el bono. Entonces nos encontramos nuevamente con las dos opciones: si la cotización de los dos valores por fin está por encima o iguala la inicial de los mismos, la amortización del bono es exitosa, obteniendo el inversor el nominal del bono más un 22,50% x 8; sin embargo, si al final de este octavo año alguno de los dos valores se mantiene por debajo de su cotización inicial, el inversor no habrá obtenido ninguna rentabilidad, sólo tendrá derecho a que se le restituya el 100% del nominal del bono siempre y cuando la cotización de ninguno de los dos valores se haya reducido por debajo del 75% de la inicial. Si las dos están por debajo de ese porcentaje, el capital que se restituye al inversor se reduce en una determinada proporción respecto a la bajada de la cotización.
Por tanto, con el bono del ejemplo puede suceder que, después de trascurridos ocho años, el bonista no haya llegado a cobrar cupón alguno y ni siquiera obtenga la restitución del 100% del capital que invirtió. En otros casos de planteamiento más conservador, en los que se ofrece un cupón menos cuantioso, sí se “garantiza” al inversor la restitución en el peor de los casos del 100% del capital invertido. De manera que con esos otros bonos el inversor puede no ganar nada, pero no perder (salvo el coste de oportunidad y la inflación por haber tenido su dinero improductivo durante equis años).

"No parece que un activo financiero de esta naturaleza sea lo más recomendable para ahorradores que no están especulando con fondos excedentarios, sino pretendiendo colocar en un producto rentable pero sobre todo seguro un capital que es importante para su subsistencia a medio o largo plazo"

A la vista de este funcionamiento del bono que he expuesto, podemos decir que, desde el punto de vista del inversor, se trata de una especie de apuesta sobre la evolución de la cotización de un determinado valor bursátil de renta variable. El atractivo comercial del producto se basa en ese 22,50% de rendimiento anual que se ofrece y en las expectativas de evolución favorable que, en atención a datos históricos y de reputación, suscitan los valores cotizados elegidos como subyacentes (en el caso del ejemplo, las acciones de BBVA y de France Telecom). Sin embargo, un análisis elemental de lo que realmente se está ofreciendo nos revela una importante asimetría de la operación: si las cosas van bien y los dos valores subyacentes inician una fase alcista, los posibles beneficios se agotan pronto, porque al final del primer año el bono se autocancela y solo se obtiene el rendimiento correspondiente a ese año. Por el contrario, si las cosas van mal, el bonista queda preso de su inversión durante un lapso de tiempo que puede durar hasta ocho años, durante los cuales no obtiene beneficio alguno e incluso al final puede llegar a perder parte y hasta todo el capital invertido. Por supuesto que una primera y prolongada fase bajista seguida de una subida justo al final del plazo puede dar lugar a una operación muy exitosa (siete años por debajo del valor inicial y una subida por encima de éste al final del último año pueden dar lugar a un rendimiento espectacular: la devolución del 280% de la cantidad invertida), pero ese mejor resultado posible –el maximax de la operación- no es precisamente el más probable, sino que tiene mucho de azaroso.
Por tanto, no parece que un activo financiero de esta naturaleza sea lo más recomendable –incluso cuando está garantizada la restitución del 100% de capital, y mucho menos si no existe esa garantía- para inversores de perfil “conservador”, para ahorradores que no están especulando con fondos excedentarios, sino pretendiendo colocar en un producto rentable pero sobre todo seguro un capital del que no necesitan disponer inmediatamente pero que es importante para su subsistencia a medio o largo plazo. Precisamente, muchas de las quejas formuladas ahora por los adquirentes de estos bonos se basan en el dato de que el producto que les fue sugerido por el comercial de turno no se adecuaba a su perfil inversor, y que la oferta en cuestión ni siquiera fue precedida por el estudio de perfil del cliente que la MiFID ha hecho obligatoria para todas las empresas que prestan servicios de inversión.
Pero, aparte de lo indicado, que de suyo ya es bastante grave (aunque es algo que más bien habría que juzgar caso por caso), una pregunta evidente que debemos formularnos ante la oferta de este tipo de productos “estructurados” es la siguiente: ¿cómo puede ser viable económicamente una operación de este tipo en la que la contraparte asume el riesgo de tener que pagarnos en un año el 122,50% de lo recibido, o incluso el 280% si el bono dura ocho años y al final se produce el maximax? O, dicho de otra forma, ¿qué es lo que obtiene el emisor con la colocación de estos bonos y cómo se cubre del riesgo económico que está asumiendo? 

"En estos bonos estructurados junto a un “riesgo de mercado” (el riesgo derivado de la incierta evolución futura de la cotización de los valores subyacentes) existe siempre el riesgo de que el emisor del activo financiero adquirido no pueda hacer frente a los compromisos contractuales asumidos en virtud del mismo"

Esta es una cuestión de ingeniería financiera un tanto compleja que requiere una explicación que supera con creces los límites de un artículo como éste. Me limitaré a decirles que –en la teoría- lo que busca el emisor no es especular a costa de un incauto e inexperto inversor, sino obtener financiación (disponer de ese capital que recibe de los adquirentes de los bonos) a un coste financiero indiciado a la evolución del precio del dinero en el mercado interbancario con un diferencial negativo a su favor. Y esto se logra gracias a una serie de swaps o permutas financieras encadenadas (en este caso, swaps sobre tipos de interés combinados con opciones de compra y de venta sobre los valores de renta variable que sirven de subyacente) que concierta el emisor de los bonos con otras entidades financieras especializadas. Gracias a la cobertura que el emisor obtiene con esos swaps conexos, se supone que, si la situación evoluciona a favor del inversor (sube la cotización del BBVA y de FT), el emisor podrá hacer frente al pago del cupón prometido con las plusvalías obtenidas con la compra y venta de esas acciones subyacentes gracias a opciones de compra adquiridas en el momento inicial.
Pero aún queda por examinar la cuestión fundamental, el verdadero quid del asunto. El bono estructurado ofertado incorpora un derecho cuya posible rentabilidad y duración se vinculan a la cotización de un valor bursátil, como en el caso del ejemplo es la acción de BBVA y la acción de FT. Pero este bono no es ni una acción de BBVA ni una acción de FT. Y entonces, ¿qué es este bono? Pues, simplemente, un derecho de crédito contra el emisor correspondiente. El emisor de los bonos recibe unos fondos dinerarios de los suscriptores y se obliga a pagar a éstos unas determinadas cantidades si tienen lugar determinados eventos. Por ello, lo que jurídicamente tiene el inversor adquirente del bono –lo que incorpora el bono como “cosa”, como valor negociable- es un mero derecho de crédito. Un derecho de crédito que, en definitiva, se hará efectivo si el correspondiente emisor es solvente en el momento de exigibilidad de las prestaciones correspondientes. Por mucho que, en su caso, el capital del bono esté “garantizado” al 100%, esa garantía lo único que significa es que la contraparte se ha comprometido a restituir como mínimo y en todo caso el 100% del capital recibido (mientras que en los casos en que el capital no se garantiza lo que se quiere decir es que el inversor asume el riesgo de que en virtud de las obligaciones asumidas por el emisor éste no tiene por qué devolver siempre el 100% del nominal recibido). Pero ese compromiso vale como “garantía” tanto como la solvencia del emisor.

"En el origen de esta crisis no se encuentra simplemente el comportamiento más o menos desaprensivo de algunos empleados de banca individuales, sino más bien un problema o una disfunción de orden estructural o sistémico del conjunto de nuestro mercado financiero"

De manera que en estos bonos estructurados junto a un “riesgo de mercado” (el riesgo derivado de la incierta evolución futura de la cotización de los valores subyacentes) existe siempre, como en cualesquiera otros activos financieros, un “riesgo de emisor” o “riesgo de deudor”: el riesgo de que el emisor del activo financiero adquirido no pueda hacer frente a los compromisos contractuales asumidos en virtud del mismo. Este riesgo de emisor es consustancial a todo activo financiero, incluso a los que se suelen considerar más seguros, como la deuda pública (ya estamos viviendo, también con ocasión de la presente crisis, suspensiones de pagos de algunos Estados), o los depósitos bancarios. Es algo que en condiciones normales tendemos a olvidar, porque hablamos del dinero que “tenemos en el banco” como si fuera nuestro, cuando en realidad los saldos de nuestras cuentas bancarias no significan más que otros tantos créditos ordinarios contra ese deudor nuestro que es la entidad bancaria depositaria.
Pues bien, resulta que estos bonos estructurados han saltado al estrellato mediático cuando los tenedores de los mismos han tenido conocimiento de que el “emisor” de los bonos no era la entidad bancaria que les había ofertado su suscripción, sino una filial del tristemente célebre banco de inversiones estadounidense Lehman Brothers. La entidad bancaria española correspondiente desarrollaba una función de mera comercialización o distribución entre sus clientes de un producto financiero cuya contraparte, el emisor, era un tercero. Por supuesto que, si las cosas hubieran ido bien, nadie habría formulado la más mínima queja por la identidad del emisor (como mucho, podrían haberse producido quejas por la inadecuación del producto al perfil del inversor de conformidad con lo antes expuesto, en el caso de que la evolución de la cotización de los valores subyacentes hubiera sido desfavorable). Pero la cuestión es que el emisor ha resultado ser insolvente, o de momento al menos ha suspendido pagos, y habrá que ver en qué medida sus numerosos acreedores van a obtener satisfacción en el correspondiente procedimiento concursal. Y entonces la cuestión es: ¿no debería responder frente a sus clientes la entidad bancaria española que comercializó los bonos por razón de esa insolvencia del emisor?
Las entidades bancarias españolas alegan que en sus folletos de oferta y en los contratos se especificaba claramente su condición de meros intermediarios y quién era el emisor de los bonos, que Lehman Brothers era uno de los bancos de inversiones más importantes del mundo, de manera que por entonces nadie podía prever su quiebra, y que los bonos tenían una calificación A1/A+ por la correspondiente agencia de rating. Por el contrario, muchos bonistas afirman que en las ofertas recibidas no se hacía ninguna referencia al emisor, que el contrato con la información completa lo recibieron sólo después de haber dado la orden de compra o que no llegaron a recibirlo ni firmarlo nunca, o incluso que la comercialización se hizo conociendo ya el banco la situación delicada en que se encontraba la entidad emisora.    
 La solución de esta controversia (en el caso de que todas las entidades afectadas no proporcionen voluntariamente una satisfacción a sus clientes) va a corresponder a nuestros tribunales de justicia. Por mi parte, me limitaré a señalar cómo –a mi juicio- en el origen de esta crisis no se encuentra simplemente el comportamiento más o menos desaprensivo de algunos empleados de banca individuales, sino más bien un problema o una disfunción de orden estructural o sistémico del conjunto de nuestro mercado financiero.        
En España llevamos años patrocinando un modelo de “banca universal”, es decir, un modelo de mercado financiero en el que, junto a empresas especializadas que sólo pueden intervenir en determinados sectores, existen otras empresas, las entidades de crédito, a las que la ley autoriza para dedicarse a cualquier tipo de actividad financiera. Así, nuestra banca comercial (incluyendo en ella a las cajas de ahorro) no sólo capta dinero en forma de depósitos para aplicarlo a conceder créditos por cuenta propia, sino que también hace operaciones de leasing, de factoring, actúa como depositario de fondos de inversión, etc. En particular, nuestra banca desarrolla actividades propias de las “empresas de servicios de inversión”, que son precisamente las que han llevado a cabo en relación con estos bonos estructurados.
Pues bien, lo que nos enseña esta crisis de los bonos estructurados es que este modelo de banca universal es algo potencialmente muy peligroso, y ello por las siguientes razones:
1.º Los bancos y las cajas tienen una posición de absoluta preeminencia como captadores de fondos de los ahorradores particulares. La vía de ingreso preferente del dinero de todos los ciudadanos particulares en el mercado de crédito y de inversiones es la banca comercial, porque el primer destino de cualquier fondo dinerario no destinado al consumo inmediato son los depósitos bancarios a la vista o las cuentas corrientes. Es decir, son los bancos y cajas los que captan prácticamente la totalidad de los activos dinerarios de que disponen los ciudadanos y por tanto tienen una posición privilegiada para sugerir y gestionar la canalización de los fondos captados hacia determinados productos de inversión más atractivos que los simples depósitos.

"La intervención de la banca, muy en particular de la banca comercial, como comercializadora de determinados productos de inversión genera por su propia naturaleza una ilusión en el inversor: la idea de seguridad que transmite el banco en cuestión se extiende por su clientela a cualesquiera productos que el banco en cuestión ofrece"

2.º Los bancos y cajas desempeñan de facto una muy importante e influyente función asesora respecto de su clientela particular. Diga lo que diga la letra pequeña de sus folletos informativos o de sus contratos, lo cierto es que el empleado de banca ejerce una gran ascendencia sobre su cliente particular al que aconseja y sugiere con facilidad la contratación de productos con los que puede conseguir una mayor rentabilidad que la que ofrecen los simples depósitos bancarios. Y el cliente tiende a fiarse de lo que le aconseja su bancario dada la existencia de una relación de confianza generada por el trato bastante asiduo durante años en la sucursal bancaria. Pero, al mismo tiempo, los empleados de banca están al servicio de una empresa que cada vez más encuentra su negocio en las comisiones que percibe como intermediaria en la colocación de determinados productos de seguro o de inversión, existiendo un evidente conflicto de intereses entre el “asesor” de facto en quien confía el cliente y el “comercializador” de determinados productos de inversión, que además suele tener importantes incentivos particulares por logro de objetivos comerciales.
3.º Por último (y esto es lo más importante para el caso que nos ocupa) la intervención de la banca, muy en particular de la banca comercial, como comercializadora de determinados productos de inversión genera por su propia naturaleza una ilusión en el inversor, que el banco se cuida mucho de no disipar con claridad, precisamente porque la mayor parte del éxito comercial de la operación se basa en esa ilusión: los bancos, cajas y cooperativas de crédito, como únicos posibles captadores de depósitos a la vista del público en general, son las entidades financieras sujetas a un régimen legal más riguroso y las que siempre ofrecen a su clientela la máxima expectativa de solidez y solvencia, aunque sólo sea por la imagen de consistencia empresarial que resulta de la existencia de una amplia red de oficinas físicas repartidas por un amplio territorio, con miles de empleados, etc. Esto hace que, inevitablemente, la idea de seguridad que transmite el banco en cuestión se extienda por su clientela a cualesquiera productos que el banco en cuestión ofrece. Si un producto x, según el prospecto, puede implicar un riesgo de mercado porque, por ejemplo, su rentabilidad está vinculada a la evolución de un índice bursátil, el cliente puede entender y asumir ese riesgo, pero lo que nunca se va a plantear -a no ser que sea advertido expresamente y con toda claridad de ello o sea un experto en la materia- es que el producto puede conllevar además ese “riesgo de emisor” al que antes me he referido, porque el cliente normal de una entidad de crédito que invierte en un producto de inversión que ofrece y comercializa la sucursal de su banco presupone que el riesgo de emisor es el riesgo de emisor de su banco, es decir, un riesgo próximo a cero.
Y es evidente que, por razones comerciales obvias, el banco que comercializa determinados productos y que percibe buenas comisiones por ello contribuye a la creación de esta ilusión y desde luego no hace nada por disiparla por lo menos en la fase de comercialización (luego ya le enviarán a uno el contrato con su letra pequeña). O dicho de otra forma, ¿qué cliente ordinario de banca española iba a entregarle como mínimo 50.000 euros a Lehman Brothers Treasury Co, B.V. (que sería la filial para Europa del cuarto banco de inversiones americano, pero en España no la conocía nadie) si no hubiera interpuesto su oficina y su logo un determinado banco español? Respondan ustedes mismos.

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