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Antes de la reforma, la colaboración de estos se incentivaba con la amenaza de hacerles responder por las deudas sociales que finalmente resultaran insatisfechas, pero retenían el poder de veto. Ahora, tras la modificación legal, cuando esté previsto que el plan afecte a sus derechos, han de tener la oportunidad de pronunciarse al respecto, pero sin esa afectación nada tienen que decir, por ser una competencia de los administradores. En cambio, cuando sea necesario su pronunciamiento, aunque en sentido procesal los socios no integran una clase, ya que ese acuerdo queda sujeto a su normativa propia, desde el punto de vista material sí que lo son, pues como colectivo puede verse arrastrado igual que las clases de los acreedores.
Sin o contra su voluntad expresa, el plan de restructuración podrá llevarse adelante, aunque su implantación provoque una profunda alteración de la estructura de propiedad de la sociedad, en su caso integral y completa, como ocurriría cuando el capital social se redujera previamente a cero, con la consiguiente salida de todos los socios antiguos. Por eso, para evitar que su actitud reticente impida después la ejecución del plan, se habilita directamente a los administradores, y en su caso a un tercero designado por el juez, para ejecutar sin anuencia de los socios los actos societarios que sean necesarios para dar cumplimiento al plan.
De este modo se genera una singular esquizofrenia entre deudor y socios, o dicho de un modo más gráfico, entre la sociedad como persona jurídica y sus dueños, pues pudiera ocurrir que el administrador -a estos efectos, el deudor- suscriba el plan, con la oposición de los socios expresada en junta general, lo que convierte a los administradores en garantes de un interés que trasciende al de los socios en sentido estricto, y que bien podría asimilarse al más genérico de la empresa, del cual los acreedores también son partícipes.
Incómoda situación la suya, pues el exceso de celo en la tutela de los otros interesados, tampoco les exime de responsabilidad frente a los socios, con mayor razón cuando estos últimos no constituyan un bloque homogéneo, y el daño no se reparta por igual. Todo esto tiene lugar, además, en el marco de un procedimiento de negociación en gran medida gestionado privadamente por los mismos interesados, con el eventual apoyo de un experto en la reestructuración, aunque siempre con la garantía última del juez, que debe homologar el plan para que tenga lugar aquel arrastre. Como he mencionado, la legislación concursal también facilita, cuando sea necesario, la liquidación de la compañía. En este caso, la reforma quiera dotarla de una mayor flexibilidad y rapidez, sin maniatar a la administración concursal con rígidas exigencias de procedimiento.
Este cambio de paradigma se hace muy evidente en la desaparición de la que hasta ahora constituía la piedra angular de esta fase, el plan de liquidación, con su meticuloso y garantista sistema de aprobación y la sujeción a una serie de reglas imperativas -no meramente supletorias- en el caso de bienes afectos a privilegio especial.
A partir de ahora, el juez podrá establecer las reglas especiales de liquidación que considere oportunas, previa audiencia o informe de la administración concursal en un breve plazo, sin que pueda exigir la previa autorización judicial para la realización de los bienes, ni establecer reglas cuya aplicación suponga dilatar la liquidación durante un período superior al año.
Con estas nuevas reglas los acreedores con privilegio especial, cuyo ejemplo más claro es el hipotecario, pierden la posición de control que hasta ahora habían ostentado y que muchas veces dificultaba la enajenación de los bienes gravados. Asimismo, esta menor rigidez también habrá de traducirse en una progresiva desregistralización de la liquidación, pues no parece que incumba al registro de la propiedad la verificación exhaustiva de cómo ha cumplido la administración concursal con las reglas especiales de liquidación en cada enajenación singular, y quizá deba conformarse con su manifestación responsable en la escritura pública de haber actuado en conformidad con las mismas.
Este nuevo paradigma liquidatorio se hace especialmente visible en el innovador procedimiento especial para microempresas, no sólo por la posibilidad de que sea el mismo deudor quien se haga cargo de la liquidación, sobre todo por la próxima implantación de una plataforma electrónica de liquidación de bienes, que consistirá en un portal público electrónico para la venta de los activos de las empresas en liquidación. En realidad, por este medio el deudor o la administración concursal no liquida, sino que se limita a suministrar la información a la plataforma para que sea esta quien lo haga y genere el título inscribible.
Por último, la persona física consumidora ha quedado fuera del marco preconcursal, lo que obliga a que cualquier solución negociada con sus acreedores se deba buscar dentro del concurso por la vía del convenio. No obstante, en su ausencia, se podrá imponer a ciertos acreedores la exoneración de pasivo insatisfecho mediante un plan de pagos, sin necesidad de haber tenido que liquidar previamente la totalidad de sus activos, y muy especialmente conservando su vivienda habitual.
En definitiva, un cambio profundo, aunque todavía pendiente de una mayor concreción, bien sea por su futuro desarrollo reglamentario, como en el caso de la plataforma electrónica, bien por la propia práctica judicial y registral, esta última según se encauce por la Dirección General competente del Ministerio de Justicia.

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