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ANTONIO RODRÍGUEZ ADRADOS
Notario

El principio de inmediación, del que tratábamos en el número anterior de esta Revista, es a veces enunciado con la locución latina que encabeza el presente artículo, ‘de visis et auditis suis sensibus’ o, en singular, ‘de visu et auditu suis sensibus’, proclamando que el notario sólo podría dar fe de aquello que ha visto y oído por sus propios sentidos; o mejor ‘de inspiciis et exauditis suis sensibus’, porque el notario tiene que ser rogado y no le basta con ‘ver’ y ‘oír’, sino que tiene que ‘mirar’ y ‘escuchar’. No se trataría de un principio notarial distinto –el principio sensorial-, sino de una fuerte restricción al mismo principio de inmediación, por la que no sería suficiente la presencia del notario, sino que se precisaría que, mediante esa presencia, el notario hubiera percibido sensorialmente el contenido a documentar.
Esta antigua concepción, que ni legislativa ni doctrinalmente ha tenido nunca verdadero arraigo, ha encontrado modernamente una cierta relevancia en algunos  trabajos doctrinales impugnadores de la eficacia del juicio notarial de suficiencia de la representación según el artículo 98 de la Ley 24/2001, y su reforma por Ley 24/2005, que han creído encontrar su mayor argumento en el confinamiento de la fe pública en la prueba de los hechos sensibles, aunque no siempre citen el indicado aforismo. En este contexto, me ha parecido conveniente hacer algunas consideraciones generales al respecto, según ya había adelantado, pero sólo en cuanto guarde relación con los principios notariales que estamos exponiendo, y sin entrar en el examen del mencionado artículo 98.

"El brocardo tiene su base en la concepción del notario como un testigo y del instrumento público como un documento testifical, mero medio de prueba de unos actos externos a él. El notario no necesitaría conocimientos jurídicos, sino finura de vista y oído"

Fácil nos sería criticar el de visis et auditis aduciendo una serie de supuestos en que el notario tiene una certeza igual y a veces superior a la proporcionada por los meramente vistos u oídos y que son por tanto merecedores del mismo tratamiento.
Pongamos algunos ejemplos: Los resultados negativos de la actuación notarial, cuando el notario da fe de no haber visto o de no haber oído, porque la realidad que tenía que comprobar no existe, o porque es precisamente esta inexistencia la que se quería documentar. Los actos que el propio Notario ha realizado en el ejercicio de su función, en las escrituras públicas (que está presente, que lee, que advierte, que firma etc.), y en muchas actas notariales, como las de requerimiento, que resultaría absurdo convertir en actas de presencia ante Notario de las actuaciones del requirente. También las percepciones de los llamados sentidos inferiores, porque el gusto, el olfato y el tacto pueden proporcionar al notario importantes datos sobre variadas cualidades de la realidad.
Semejantes imperfecciones son comunes a todos los brocardos o aforismos, que nunca pretenden perfilar una norma o acuñar una regla jurídica, acabando en meros recursos nemotécnicos o figuras retóricas; pero tales defectos apenas tienen importancia, pues podrían fácilmente subsanarse con una razonable interpretación, como en el último de ellos hace el Reglamento Notarial, artículo 1º.
Su suma gravedad reside en que esta máxima produciría efectos  devastadores en el instrumento público, en la función notarial y en el mismo concepto del notario. ¿Cómo se llegó a su formulación?; porque la doctrina sensorial a lo sumo podría explicar las actas que el Reglamento denomina ‘de presencia’, pero en manera alguna puede aplicarse a la generalidad de las actas notariales, y mucho menos a las escrituras de contratos y testamentos, que constituía la única tarea que los notarios tenían en los tiempos medios, cuando el brocardo surgió, y es hoy su ocupación  primordial.

"Esta máxima produciría efectos devastadores en el instrumento público y en el mismo concepto del notario. La doctrina sensorial a lo sumo podría explicar las actas que el Reglamento denomina "de presencia", pero no es aplicable a la generalidad de las actas notariales, y mucho menos a las escrituras de contratos y testamentos"

Frente a la concepción antropológica griega y romana, que da primacía al sentido de la vista, nuestro aforismo empezó por el oído. En el estadio prenotarial, la Novela 44 de Justiniano exigía según vimos que los tabeliones realizaran por sí mismos, ipsis per se, las actuaciones básicas que les competían en el procedimiento de documentación; y ya en el Derecho intermedió, la glosa entendió que en virtud de ese ‘ellos por sí mismos’ el tabelión, para tener conocimiento del asunto a documentar,  debía oír por sí las palabras del contrato hasta la compleción y mientras se absuelve. La explicación es evidente; dada la oralidad de la contratación, de que el Derecho romano nunca acabó de desprenderse, y el analfabetismo generalizado, los contratos se verificaban verbalmente, y el notario tenía que ‘oír’ las palabras del contrato. El ‘ver’ aparece como complementario del oír, porque ninguna eficacia puede reconocerse a las palabras que se oyen sin saber quien las pronuncia, y fue introducido por el Decreto de Graciano, generalizando exigencias concretas de la Novela 1ª de Justiniano, basándose en la aplicación a los notarios las reglas de los testigos; porque según expusieron Juan Andrés y Baldo el notario es un testigo. El aforismo, mediante la unión del oír y del ver, está ya expresado en Baldo, para quien el notario debe ‘oír con sus propios oídos y ver con sus propios ojos’.
Pero acto seguido, dando un increíble salto cualitativo, Baldo, posiblemente siguiendo a Matharelli, afirma que el notario ‘nada más debe escribir que lo que vio y oyó cuando se le hacía la rogación’. En el mismo sentido la Constitución del Emperador Maximiliano, ordenó que el notario ‘no escriba en su protocolo... ni más ni menos que lo que... hubiese percibido por los sentidos corporales, puesto que su oficio o autoridad no se extiende a otra cosa’. Y también Dumoulin: ‘el notario no puede confeccionar el instrumento sino solamente de aquello de lo que tiene noticia y conocimiento por sus propios sentidos, la vista y el oído’. Todos ellos incurrían en un inmenso contrasentido, porque en sus tiempos, al redactar el instrumento público, el Notario tenía que ‘extender’ o ‘alargar’ lo que figuraba en la imbreviatura o nota sucinta, con pactos y cláusulas acostumbradas que los otorgantes no habían dicho.

"El notario tiene que ser rogado y no le basta con ‘ver’ y ‘oír’, sino que tiene que ‘mirar’ y ‘escuchar’. No se trataría de un principio notarial, sino de una fuerte restricción al mismo principio de inmediación, por la que no sería suficiente la presencia del notario, sino que se precisaría que, mediante esa presencia, el notario hubiera percibido sensorialmente el contenido a documentar"

Según esta evolución histórica nos ha enseñado, el brocardo tiene su base en la concepción del notario como un testigo y, como consecuencia, la del instrumento público como un documento testifical, mero medio de prueba de unos actos externos a él, que se habrían verificado verbalmente; no existirían documentos dispositivos; el artículo 1278 del Código civil debiera aclarar que los contratos serán obligatorios cualquiera que sea la forma en que se hayan celebrado ... menos en escritura pública; todos los efectos que se quieran atribuir a este medio de prueba quedarán destruidos por la articulación de los otros medios de prueba.   
La función del notario quedaría reducida a los hechos, y más concretamente a los hechos sensibles, resultándole vedada toda actuación en la esfera del Derecho;  el buen notario no necesitaría conocimientos jurídicos, sino finura de vista y oído. El Notario resultaría privado de todas las labores jurídicas de información, asesoramiento, consejo, asistencia, formación de la voluntad, redacción, etc. que siempre tuvo y que ahora le imponen la Ley del Notariado (arts. 17 y 17 bis) y su Reglamento, art. 1º. Parece por ello extraño que el brocardo haya tenido acogida en famosos notarialistas catalanes, autores de voluminosas obras de Derecho notarial, carentes de sentido si el notario no hiciera otra cosa que ver y oír; pero se trata en general de una admisión puramente nominal, sin influencia efectiva alguna (Galí, Gibert, Falguera); a veces interesada, como la utilizara Monasterio en su intento de excluir de la función notarial la fe de conocimiento, puesto que la identidad de una persona no se ve; o bien se la deforma como Cardellach para quien el precepto de guardar y protocolizar ‘la verdad del hecho’, ‘en sí tan reducido, tiene tal tendencia, que abraza todos los Códigos, y obliga a los notarios a ser no sólo estudiosos como manda Maximiliano, sino jurisconsultos’. La explicación resulta sin embargo sencilla; tales actividades no constituirían función notarial, sino presupuesto de ella; o bien serían parte de la función notarial escindida de la autorización del documento.
También quedarían fuera de la función notarial todos los juicios y calificaciones del notario, a pesar de que las leyes obligan al notario a dar fe de la identidad de los otorgantes, de su capacidad y legitimación, de que el consentimiento ha sido libremente prestado, de que el otorgamiento se adecua a la legalidad y a la voluntad debidamente informada de los otorgantes o a la suficiencia de la representación y cuando hay actas notariales que no tienen otra finalidad que la de formar determinados juicios del notario.  
Recordemos la doctrina clásica francesa (Baudry-Lacantinerie y Barde, Beudant, Laurent, etc.; también Colin y Capitant), según la cual el notario no tiene por misión constatar la capacidad intelectual del testador, o del otorgante, con lo que quedaban devaluadas sus afirmaciones al respecto. Pero sus textos, a poco que se lean, no tienen otra finalidad que excluir la necesidad de la querella de falsedad, tan rigurosa en el Derecho francés, para impugnar la validez de los testamentos y contratos por falta de capacidad, cosa de todo evidente, porque los juicios, incluidos los del notario, no son falsos o verdaderos, sino errados o acertados, y resulta lógica una mayor facilidad en su impugnación, que tampoco puede ser uniforme.
Al fin hemos encontrado el verdadero ámbito de aplicación del brocardo en la ineficacia analítica de las diversas parcelas del instrumento, dibujando el núcleo de mayor resistencia ante una impugnación, de fe pública nuclear o estricta. Al tratar del principio de ineficacia volveremos, por tanto, a encontrarnos con el de visis et auditis. Porque hasta la impugnación del instrumento, la percepción sensorial no viene exigida ni por el Código civil, art. 1218, ni por la Ley de Enjuiciamiento civil, art. 319.

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